Se corre el riesgo de soslayar en Antoni Roig Muntaner al científico excepcional que llega al legendario MIT o a la universidad de Duke a principios de los sesenta. Al especialista en polímeros que tiene una ecuación a su nombre, al autor de dos volúmenes de Química Física que no envejecen, a uno de los profesores que más catedráticos ha criado en su escuela particular, incluido un tal Alfredo Pérez Rubalcaba.

A nadie le hubiera sorprendido que el Roig treintañero de los años sesenta hubiera conseguido el Nobel de Química. Pero le venció la ambición luliana de abarcar el saber entero. En las níveas cumbres científicas se comentaba sin perder un átomo de admiración que "Antonio lo hubiera logrado todo si lo hubieran encerrado en el laboratorio dejando la llave fuera".

Uno de los secretos inconfesables de la ciencia es que sus profesionales no siempre entienden demasiado bien los fundamentos de la materia que enseñan. La inmensa energía intelectual que irradió Roig se compatibilizaba con la comprensión minuciosa de los resortes químicos. Obsesionado por la protección de la excelencia ante la dictadura de la igualdad, le traicionó la facilidad en el dominio de su asignatura. De ahí que a la cena de departamento llegara el catedrático de Química Física enfrascado en aquel momento en el estudio del Derecho Romano, otra estructura macromolecular a la altura de su cerebro.

Y encima se murió Franco por primera vez, con lo que Roig fue seducido o reducido por la política, galvanizado por la excitación de los recuentos electorales. Antes de ser colocado al frente de la investigación científica por el Gobierno de Calvo Sotelo, el mallorquín ahora fallecido procedió al invento más difícil de su carrera, la Universitat de les Illes Balears.

Creó a la UIB de la nada. Era fascinante contemplar las maniobras de Roig en la Comisión Gestora, enfrentado a muerte al geógrafo Bartomeu Barceló, trajinando cultura en la isla del dinero fácil. El científico se impuso porque trabajaba más, pero los dos compartieron la maldición mosaica de no ser rectores de la Universitat prometida.

El catedrático seguía cabalgando la política, la melomanía que garantizó la Simfònica o la Coral universitaria y el urbanismo de Cort, pero siempre parecía formularse la misma pregunta. ¿Qué habría pasado si le hubieran encerrado en el laboratorio con la llave por fuera? No sobran los motivos para enorgullecerse de Mallorca, pero Antoni Roig es uno de los más consistentes.