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Adonde siempre regreso

En el quartier de Saint Pierre, en Burdeos, hay una plaza del mismo nombre en la que se alza una iglesia gótica, varios bares con terraza, entoldados y bombillas de colores, y un par de maravillosas glicinas que trepan por las fachadas dejando caer sus racimos azulados, tan modernistas, tan japoneses. En el portal de la iglesia están esculpidos los apóstoles y Santiago con un largo dedo corazón señala la ruta a seguir: el Camino. A dos pasos está el río y muy cerca la puerta Cailhou, que parece de cuento de hadas, la casa más antigua de Burdeos, de estilo gótico primitivo con coronelles no tan refinadas como las nuestras y junto a ésta, la casa de una sobrina de Montaigne, desde donde se expandió el protestantismo en La Aquitania. Hay más, hay mucho más -como en cualquier quartier bordelés-, pero me acuerdo ahora de uno de mis restaurantes favoritos -Le Petit Commerce- y de una tienda de chamarilería regentada por una descendiente de exiliados republicanos. Ahora mismo, sobre la mesa donde escribo hay un par de objetos y una lámpara que compré en esa tienda y cada vez que regreso a Burdeos paso a saludar a su dueña, siempre preocupada por la deriva lepenista del país. Tengo también a mi izquierda una postal que reproduce un cuadro de gran formato que se exhibe en el Museo de Bellas Artes de la ciudad. Ese cuadro es una vista del puerto y los muelles de Burdeos: la media luna que traza el río y que figura en el escudo de la ciudad.

La pintura es de principios del XIX, obra de Pierre Lacour, un pintor del XVIII al que cuando la realizó le faltaban muy pocos años para morir. Siempre que estoy en Burdeos visito este museo -tiene otro cuadro que me fascina: Rolla, de Henri Gervex, que Marías empleó para su Corazón tan blanco- y estoy un buen rato sentado ante la pintura de Lacour. Porque una de las virtudes de Burdeos es que su ribera apenas ha cambiado: los edificios son casi todos los mismos y es, esa fachada fluvial, uno de los grandes lujos -estoy hablando de belleza- de la ciudad. Ahora, donde estuvieron los viejos muelles hay un gran paseo paralelo al Garona. Por ese río los bordeleses vieron llegar sus barcos cargados de riquezas de África y Asia. Por él exportaron miles de litros de buen vino e importaron y exportaron a América miles de esclavos también. Hasta un elefante vieron llegar a bordo de un vapor de tres palos, cuyos restos descansan disecados en el Museo de Ciencias Naturales, situado en pleno Jardin Public.

Burdeos es una ciudad que amo y que me ha dado mucho sin pedir nada a cambio, cosa rara en una ciudad donde has vivido. Es el lugar adonde siempre regreso. He vivido en ella distintas temporadas. Lo he hecho en hoteles, pisos e incluso tuve una casa durante casi tres meses donde me encontré como en mi casa. La iglesia del barrio donde estaba situada es la primera que aparece en la literatura francesa: en La Chanson de Roland se deposita en ella el olifante. Cuando uno visita una ciudad es un turista o un viajero, y le quedan -o no- recuerdos concretos de la misma. Cuando ha vivido en ella aporta algunos de sus fantasmas, que se incorporan a la ciudad, de forma benéfica, como propios. Porque cuando uno viaja se lleva a sí mismo, pero cuando vive en una ciudad extranjera se lleva consigo a las personas que quiere o ha querido y allí queda, aunque no lo sepan, su rastro para siempre. Esta semana de resaca electoral, pensaba en alguno de esos fantasmas y de repente he recordado una bandeja que no compré en Las Pulgas del quartier de Saint Michel. Era una bandeja que reproducía una viñeta de Tintín, no sé muy bien si de Los cigarros del faraón o de Stock de Coque. La encontré cara para ser una bandeja que emplearía para desayunar y la dejé en su sitio. Cuando regresé al cabo de unos días con intención de comprarla, se había vendido.

Semanas después me visitaron unos amigos y se instalaron en un pequeño hotel cercano a casa. En estos casos suelo hacer de cicerone y uno de nuestros destinos fue el quartier de Saint Pierre y en él también los llevé a la chamarilera descendiente de españoles. Había al fondo de la tienda otra bandeja tintinesca con motivos de El loto azul: el dragón, Tchang y Tintín. Conté la anécdota de la otra, la perdida, y al poco salimos a la calle con las manos vacías. Minutos después, él nos dijo que le esperásemos y regresó por donde habíamos venido. En esa calle había un edificio derruido y nadie a nuestro alrededor. Al cabo de un rato le vimos volver con la bandeja bajo el brazo. Esta bandeja está en casa desde hace tres años y se le da mucho uso. Burdeos -y él- asoman en la cocina de casa a través de ella. Pero la imagen de mi amigo regresando con ella bajo el brazo no podrá repetirse nunca más. Y cuando vuelva a Burdeos y pase por aquella calle, estará ahí, sonriente y detenido para siempre en el tiempo, como uno de los fantasmas -benéficos- que he aportado a la ciudad.

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