Cuando en 1999 Carlos Moyá alcanzó el puesto de mejor tenista del mundo, en Mallorca todos lo celebramos. Fue algo increíble: una isla con apenas un millón de habitantes había colocado a uno de ellos como número uno. Teniendo en cuenta que la población mundial era de siete mil millones, la probabilidad de que eso ocurriera era de uno entre siete mil. Se había dado esa circunstancia afortunada y podíamos sentirnos orgullosos. En aquel momento se consideró que había sido un caso de suerte -uno entre siete mil- que jamás se iba a repetir. Un premio de lotería.

Pero lo que ocurrió pocos años después vino a complicar las cosas a los que tenemos la estúpida manía de buscar explicaciones racionales a todo. Si la probabilidad de que salga un número uno mallorquín era de uno entre siete mil, la probabilidad de que salieran dos era ese número elevado al cuadrado. Es decir, uno entre cuarenta y nueve millones. Y eso es lo que ocurrió cuando, en 2008, apareció un segundo número uno, Rafael Nadal. La cosa ya no parecía, pues, cuestión de suerte. Aquí podría haber gen encerrado.

El caso era intrigante, y afloró la sospecha: ¿existe entre la población de Illes Balears alguna variable que la haga más propensa a ser buena tenista? ¿El clima tal vez? No es probable; climas parecidos se disfrutan en muchos otros sitios. ¿Será el tomate de ramallet? ¿La ensaimada de sobrasada? ¿El tumbet quizás? ¿La llengo amb tàperes? Tampoco parece que estas sean hipótesis plausibles. Entonces algo llamó mi atención: sin duda el tenis es el deporte que más se parece al tiro con honda. ¿Podría darse el caso de que un gen antiguo hubiera quedado enzarzado entre las moléculas de ADN mallorquinas? Me lo pregunté seriamente, pero guiado por mi elemental mente racionalista, me contesté a bote pronto: ¡mandangas! y seguí convencido de que era cosa de suerte. Con Nadal no sólo nos había tocado la lotería, sino el gordo; eso pasa a veces, qué caray.

Sin embargo no me quedé convencido, porque otro inquietante indicio vino a advertirme de que tal vez esa hipótesis del ADN no era del todo descabellada. Había, en efecto, algo más a tener en cuenta y que podría explicar el sorprendente hecho de que salieran dos números uno de una isla tan pequeña. Lo que ahora llamaba poderosamente mi atención era algo más que un simple indicio, y cuanto más lo pensaba más me parecía una prueba de peso que entenderán enseguida los aficionados al tenis: era uno de los movimientos de raqueta de Nadal al golpear la pelota. Me refiero a ese famoso drive conocido como banana shot que en vez de acabar con la raqueta sobre el hombro opuesto como ocurre con el drive de cualquier jugador normal, se prolonga de manera insólita describiendo un último arco por encima de la cabeza del tenista. Nadal intuyó que rematando el movimiento con un pronunciado bucle por encima de su testa, podía dotar a la pelota de un spín adicional con eje oblicuo, que curvaría y envenenaría la trayectoria del proyectil dejando paralizado al sorprendido contrario. Y ahora viene lo gordo, contengan el escalofrío: ese movimiento, pasando la mano por encima de su cabeza tras golpear la pelota, es exactamente el que ejecutaba el hondero balear manejando la honda para lanzar la piedra. Pueden respirar.

No parece, pues, que quepa mucha duda. Estamos ante un hecho empíricamente comprobable: no es una mera cuestión de azar -la probabilidad era de uno entre cuarenta y nueve millones- el que de Mallorca hayan salido dos números uno de la ATP. El famoso drive banana shot que Nadal inventó, no lo inventó: lo recuperó de la memoria genética de sus antepasados. Es el espíritu de los famosos honderos baleares que, tras veinte siglos de obligado reposo, vieron en el deporte del tenis una oportunidad para lanzarse de nuevo a la palestra. Ahora no dispararían sus proyectiles contra las murallas de ciudades como Roma o Cartago, y ni siquiera contra el talayot del poblado vecino. Los tiempos habían cambiado y había que adaptarse a la nueva situación: ahora volverían a la conquista de ciudades como Roma, pero también de Londres o París, peleando hasta la extenuación en los campos del Foro Itálico, Wimbledon o Roland Garros. Un caso de bélica resurrección, sin duda notable. ¿Es pues Rafael Nadal el último de aquellos míticos honderos baleares que, hace dos mil años, ya asombraron al griego Estrabón? No hay que dudarlo: lo es.