La demagogia es el arma destructiva que utilizan los políticos contra sus adversarios. Su uso busca efectos limitados como las guerras locales. Se pretende generalmente minar la influencia del rival sin cargarse el sistema en el caso de la política o sin destruir el planeta cuando se trata de un conflicto bélico. El problema es que al lanzar las primeras bombas dialécticas nunca se sabe si van a acabar por estallar el populismo, la dictadura o el caos. O si se trata de sacar los tanques y cañones a las calles, el descontrol puede ocasionar que una disputa entre primos derive en la I Guerra Mundial, tal y como ocurrió en 1914.

En este tiempo multielectoral sobran las palabras gruesas. Cada vez más necesitamos políticos didácticos y que se ajusten al espíritu de las leyes. Que no hagan bailar las normas al son que más les conviene en cada momento.

Hace veinte años los periodistas tuvimos que aprender a colocar prefijos numerales delante de la palabra partido. Ocurrió con motivo del primer Pacto de Progreso, allá por 1999. Entonces, cuando Francesc Antich constituyó el Govern, comenzó a hablarse de tripartito, pentapartito... y así hasta donde conviniera porque cada vez que un político del Partido Popular abría la boca se sumaba una nueva formación a la coalición postelectoral de la izquierda con el centro, regionalista y corrupto de Maria Antònia Munar.

Cuando existía una derecha única y una izquierda triple, José María Aznar pronunció su "vaya tropa". Expresaba el sentimiento de que habían llegado unos zarrapastrosos para arrebatarles lo que les pertenecía por derecho natural. Entonces también se hablaba mucho de que el alcalde debía ser el candidato de la lista más votada y de que los pactos de minorías derrotadas para formar mayorías tenían que extinguirse y considerarse una anomalía del sistema electoral. Era una interpretación malintencionada de las leyes españolas, que desde la Constitución hasta la ley de régimen local apuestan por la suma de fuerzas para formar gobiernos estatales, autonómicos o locales.

Las circunstancias han cambiado radicalmente. Del bipartidismo imperfecto dominante durante décadas se ha pasado a la fragmentación del voto y del reparto de escaños, incluso con las correcciones de la Ley d'Hont, que favorecen a las formaciones más votadas, y las circunscripciones provinciales, que benefician a los regionalistas y, otra vez, al partido más votado.

En estos momentos resulta prácticamente imposible lanzarse al ruedo electoral aspirando a una mayoría absoluta. La derecha, que formaba "pactos de perdedores" desde hace tiempo en los ayuntamientos, ya sabe que puede gobernar una comunidad autónoma tan importante como Andalucía sellando un tripartito de PP, Ciudadanos y Vox aunque el partido más votado sea el PSOE de Susana Díaz. La izquierda ha descubierto que se pueden sumar ambiciones múltiples para sacar adelante una moción de censura.

Después de que hablen las urnas del 26 de mayo, en Balears puede surgir un Govern de izquierdas formado por socialistas, podemitas y las distintas marcas insulares de Més. También podría darse el caso de un cuatripartito formado por PP, Ciudadanos, El Pi y Vox. No importa lo que se diga ahora mismo, la realidad acabará imponiendo una solución compleja a derecha o izquierda.

El sistema no es mejor ni peor que otros, simplemente distinto. Donald Trump es presidente de EE UU con menos votos que Hillary Clinton. Los sistemas mayoritarios de Reino Unido o Francia priman al partido mayoritario mucho más de lo que se refleja en las urnas. Todos diferentes. Igual de democráticos.

Es el espíritu de la ley. Cualquiera que se meta en política española tiene que saberlo. Ser el más votado no es sinónimo de ganar. Nada ha cambiado desde que veinte años atrás se disparaba con artillería pesada contra los pactos. Si acaso se ha minado la credibilidad democrática entre quienes se tragaban la falacia de los demagogos.

Conviene recordarlo para evitar que las palabras se transformen en armas de destrucción masiva.