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El radical

Quizá a algunos de ustedes les cueste creerlo pero yo también he tenido veinte años y como veinteañero he sufrido los rigores de aquella temprana edad, como son el convencimiento de estar en la absoluta posesión de la verdad y el desparpajo suficiente para hacer valer mi personal opinión como si fuera la única a tener en cuenta, en esa seguridad engañosa que da la juventud; el Príncipe Faisal de la película de David Lean, Lawrence de Arabia, interpretado por el inmenso Sir Alec Guinness, describe la evolución, con palabras ajustadas, de las personas a lo largo de los años, con tan solo murmurar en voz queda que los jóvenes hacen las guerras y los valores de la juventud son los de las guerras, el coraje y la esperanza; los viejos hacen la paz y los vicios de los hombres viejos son los vicios de la paz, desconfianza y precaución.

Pero como es bien sabido la juventud es una patología que se cura con el simple transcurso del tiempo. Ese tiempo, largamente pasado, me ha proporcionado, no la desconfianza y el exceso de precaución de los que hablaba aquel Faisal, sino una cierta experiencia, aquella de la que el poeta Heine decía que era la mejor escuela pero que el dinero de su matrícula era muy caro; esa siempre insuficiente experiencia me permitió, de todos modos, reconocer mis propias inconsistencias, mis propias divagaciones inexactas, mis propios errores, pero sobre todo me ha regalado esa distancia, esa perspectiva que me permite observar lo que me rodea con una suficiente lejanía, instrumento imprescindible para poder percibir lo que los británicos denominan The Big Picture.

Otras dádivas que te suele regalar ese paso del tiempo son una cierta moderación, de reflexión y sobre todo la capacidad de dudar de todo, y sobre todo de uno mismo; todo ello me parecía que me había aportado, alejados ya aquellos aventureros veinte años, un estado de reflexiva placidez que me permitía casi saber cual era mis estatus en la sociedad por la que transito, y no me refiero al económico, sino al personal, al social, al ideológico, al filosófico. Creía conocer algo mejor esa persona junto a la que nací y en cuya compañía con toda certeza abandonaré éste valle de lágrimas. Qué vana arrogancia.

Pues no tal; en éste tiempo de sobresaltos no consigo reconocerme cuando por la mañana me pongo ante el espejo y de tal manera me convierto en el Mario Colomer o quizá en Juan Brandel de aquella obra teatral de Juan Ignacio Luca de tena, preguntándome, no sin alguna angustia ¿Quién soy yo? Y es que con solo estar algo atento a la vorágine informativa-lenguaraz que nos invade, nos atosiga y nos rodea me asalta una incertidumbre más que acuciante, y es que ya no sé muy bien quién soy, pero sobre todo que soy. Voy por la vida vacilante, sin saber con seguridad en qué aguas navego, de qué pie cojeo; según escuche a unos o a otros no sé si estoy en la extrema izquierda o por el contrario soy un peligroso derechista y aún fascista; cuando leo a otros no me reconozco muy bien y ya no tengo claro si me hallo entre las personas solidarias con los inmigrantes o me he convertido más bien en un asqueroso racista; siguiendo lo que dicen unos y otras no estoy seguro de si soy fervoroso feminista o un mal nacido machista o, peor, un peligroso acosador, cuando me asalta el afán de resaltarle a una fémina la belleza de sus ojos o decido ceder el paso a una mujer.

Así que ya ven ustedes, tal parece que ahora me he convertido, mejor dicho me han convertido en algo parecido a un radical, porque como decía el gran Cantinflas, aquí o toma uno parte o le parten a uno; un radical que no alcanza a comprender en cuanto a que se predica esa radicalidad; y es que algunos y algunas se dedican por ahí a colocarnos, según les plazca, en unas cajitas o en otras, cada una de ellas con su correspondiente etiqueta de una determinada radicalidad, en su mayor parte peyorativas, y lo hacen utilizando con alegría una terminología que ni tan siquiera sopesan; el que se cree progresista considera que los de más allá son recalcitrantes neoliberales, y los de más allá piensan que los que tienen posturas algo de izquierdas son bolcheviques petardistas, y en la misma dinámica se conducen, con escasísimas excepciones, todos los demás sicofantes de éste mundillo político-mediático que aúlla en nuestro derredor; pero lo más preocupante es que unos y otros se afanan en privar al enemigo, ya no sería justo en las actuales circunstancias denominarle adversario, político o ideológico de su esencia de humanidad que suele ser el camino fácil empleado para conseguir odiarle sin que aparezca asomo de remordimiento; los genocidas saben algo de ese mecanismo social.

Quizá sería conveniente que nos alejáramos de esos vórtices de odios bilaterales y constantes, adornados en ocasiones de pintorescas disquisiciones y que parecen ser la medida de las cosas en nuestros días; quizá fuera más razonable privarnos algo de nuestro sacrosanto derecho a la libre expresión si con ello conseguimos que el nivel de animadversión, que cada vez parece calar más en no pocos sectores de la sociedad, rebaje aún cuando solo fuera un ápice su virulencia. Y es que cuando los derechos se utilizan más para machacar al contrario que para construir convivencias algo estaremos haciendo malamente.

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