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Marga Vives

Por cuenta propia

Marga Vives

Patrimonio fantasma

El otro día crucé por delante de Son Dureta. Un par de máquinas oruga de color amarillo escarbaban frente al viejo edificio del Materno Infantil, resguardadas de las miradas de los curiosos por una lona, justo en el mismo punto que las parturientas de bebés prematuros observábamos durante largos ratos en el pasado, asomadas a las ventanas de la sala de incubadoras. Una década después de su clausura, el colosal complejo será reconvertido en un centro sociosanitario, tal y como publicita un enorme cartel; me pregunto cuántas personas mayores con dolencias de largo recorrido o con una discapacidad no habrán llegado a tiempo de recibir este servicio porque no hubo plaza para ellos en un espacio similar.

El cierre de un hospital no suele producir, por lo general, ninguna clase de nostalgia; en ellos la vida flirtea con la muerte a diario, y quizás por eso no hemos aprendido todavía a contemplarlos como espacios de sanación más que de fatalidad. Los menorquines nos acostumbramos a asociar Son Dureta con la gravedad extrema y la sensación de morriña. Para nosotros, que nos mandasen a este sitio era sinónimo de que algo gordo estaba ocurriéndole a nuestra salud. En caso de un accidente, si el herido era evacuado en avión ambulancia a Mallorca, deducíamos que la cosa se ponía muy seria. A los que después nos mudamos a Palma, la noticia de que un paisano era derivado aquí por su médico nos activaba la vena solidaria y una empatía profunda, porque comprendíamos como nadie la dureza de afrontar lejos de su hogar una convalecencia o tal vez una despedida. Ahora Son Dureta transformará su fisonomía para volver a albergar pacientes, al igual que el Verge del Toro de Maó, otro mamotreto decadente con historia de fantasmas incluida y espectaculares vistas al mar. Es una suerte que estos terrenos no hayan acabado en manos privadas, a expensas de promociones inmobiliarias suculentas o de servicios de sanitarios de élite para bolsillos privilegiados. Más afortunado es aún que se decida qué hacer con ellos antes de que las paredes que los habitan se pudran inevitablemente, a pesar de las dudas que generó que, en lugar de rehabilitarlas, se construyera el nuevo Son Espases.

Palma parece un cementerio de edificios sin alma, de fachadas históricas en declive, de acuartelamientos abandonados, de cárceles sin presos y de viviendas cerradas a cal y canto por sus propietarios -varios centenares, según parece-. La ciudad busca el modo de desperdigarse a lo largo y ancho de sus límites, mientras en sus entrañas aloja inmuebles que perdieron su razón de ser -o, cuando no, su memoria-. Ahí está el solitario recinto de Gesa, un cadáver que se descompone por dentro, presidiendo la espectacular fachada marítima. O Son Busquets, la arcadia prometida para las miles de familias que esperan un piso que puedan pagar, a pesar de que el Govern no ha logrado todavía que el Estado le ceda los terrenos. Ahora los partidos en campaña clavan su bandera y sus eslóganes electorales sobre las ruinas de este cuartel, fantasean con la promesa de centenares de viviendas sociales, como si nadie le hubiera puesto alfombra roja a los fondos "buitre", mientras olvidan que otras operaciones de desafectación de suelo del Ministerio de Defensa han terminado en negocios más lucrativos que las VPO. Por ejemplo, los 5,5 millones de euros que pagó una promotora privada por los 16.000 metros cuadrados de Son Simonet, donde se edificaron un centenar de pisos de lujo, o los acuartelamientos de la Explanada de Es Castell (Menorca), que han regresado a manos públicas solo gracias a que su primer comprador, el Grupo Drac, quebró.

No se echa en falta Son Dureta. Ni ninguno de los cuarteles sin tropa, ni las diáfanas oficinas de muros acristalados donde íbamos a pagar el recibo de la luz. Tampoco nos pesa la ausencia del viejo presidio, con sus rejas inútiles y su patio lleno de silencios. Y este es el problema para sus despojos; convertidos en monumentos al olvido, nos saludan con su presencia burlona, desafían la lógica de una ciudad que quiere ser cosmopolita y la enfrentan a retos como el de dejar de hurtar a las personas el uso de estos espacios públicos tanto como el de impedir que su gestión se reduzca a ese puñado de tiempo que transcurre entre una ocupación y un desalojo.

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