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Woody Allen

He de confesar que los principios cinematográficos de Woody Allen -al revés que a la mayoría, tanto de mi generación como de la más cercana a la suya- no me gustaron nada. Nada quiere decir nada. Me aburrieron Toma el dinero y corre, Bananas, Sueños de un seductor, Todo lo que quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar, La última noche de Boris Grushenko y -¡oh herejía!- Annie Hall. Sí, encontré que Annie Hall -con todos y todas enamorados de Diane Keaton- era una pesadez llena de aburridos tics progres, Diane Keaton incluida. Es más: cuando veía en librerías que se publicaban sus libros a lo Groucho puesto al día y que todo el mundo los encontraba de lo más gracioso, ocurrente e inteligente, aún entendía menos el asunto. ¿Qué tenía Woody Allen que la mayoría veía -y aplaudía- y yo, torpe de mí, no?

Siempre me he sabido raro, pero como él tampoco es manco no pensaba que mi imposibilidad de disfrute fuera fruto de mi rareza. ¿Entonces por qué insistía? ¿Por qué seguía yendo a ver sus películas? Pues por una complicidad que otros quizá encontrarían pesadísima también: Ingmar Bergman. Eso hacía que volviera al cine a ver la siguiente de Woody Allen, buscando una mesa donde sellar un pacto de no agresión, con Bergman detrás. Y si hablo de agresión es porque lo que yo consideraba banalidad en sus películas rozaba -para mí entonces- una agresión a la inteligencia, miren si vivía en otra galaxia (de la que por cierto, no me arrepiento). Y disculpen ustedes porque ya parezco Boyero y no es mi intención.

Pero la insistencia a veces lleva premio encerrado y cuando vi Manhattan y pocos años después la fascinante Zelig, rendí todas mis armas como Vercingetórix a los pies de César. Luego vinieron Hanna y sus hermanas, que me encantó, y Desmontando a Harry y Match Point, que son dos obras maestras, especialmente la última. A partir de ahí, Woody Allen fue intocable y mira que se empeñó en dejar de serlo, porque todas esas películas-souvenir con Barcelona, Roma, París o cualquier otra ciudad-cliché detrás, claman al cielo de malas que son. Por mucho que de repente surja un trallazo, un buen homenaje, o una conversación te deje estupefacto, que surgir, surgen. Pero en el arte la crueldad de la exigencia es costumbre: ¿por qué somos tan críticos con alguien, por ejemplo, que ha escrito uno o dos libros impecables, pintó en el pasado una serie de cuadros insuperable, o que ha dirigido una película que forma parte para siempre de nuestra educación sentimental? Es algo difícil de explicar pero lo somos: desde el hijo pródigo se juzga con más dureza a quien se ha portado bien que a quien no lo ha hecho nunca. Al menos en apariencia.

En todos estos años -y son cuarenta y pico- no he encontrado a muchas personas que estuvieran de acuerdo conmigo. Normalmente eran fans incondicionales de Woody Allen y todo se le disculpaba. Y por supuesto hablo de su cine, no de su vida personal, aunque sean inseparables. Pero en estos últimos años ha habido también una peligrosa evolución social del concepto de intimidad y con él han regresado las decapitaciones en la plaza pública. Su huida con la hija adoptiva de su mujer fue un asunto que se tomó como si fuera de la propia familia, pero no afectó a su vida profesional. No en exceso, al menos. Pero la cosa ha ido a más y ha acabado estallándole en las manos al ya viejo director. Y ahí ha ardido Troya: descalificaciones, acusaciones gravísimas, condenas de destierro social, prohibiciones, marginaciones, conversión del ídolo en apestado, etc, etc, etc€ Los tiempos están a favor de estos anatemas inquisitoriales como antes -cuando sus primeras películas- estuvieron a favor de todo lo que hiciera el neoyorquino. Y en la tormenta -fuera o no cierta su causa- se sumaron a miles los que insultaron a Woody Allen, lo despreciaron, o se negaron a trabajar con él. Y esto, que sigue fresco, incluso ha vestido en artículos, tertulias y otros paredones.

Hace poco más dos años -antes de la caída- Penguin le ofreció tres millones por sus Memorias y él rechazó la oferta: ahora son las editoriales las que rechazan publicar las Memorias de Woody Allen y ha costado casi dos años que se permita estrenar su última película: Un día lluvioso en Nueva York se estrenará en octubre. ¿Qué pasará entonces? Lo veremos, pero no descarten que arrecie la tormenta contra él y en todas esas sentencias sumarísimas estará también el entierro de lo que representaron sus películas. Y ahí la paradoja: que una de las sociedades más permisivas en la historia de Occidente sea portadora de un puritanismo sin raíces, dispuesto a pasar por las armas a quien no cumpla con los nuevos principios sagrados. Y sólo estoy hablando de cine, aunque en este caso sea inseparable de la vida.

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