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Antonio Murcia

En la franja de la sesentena se produce una irrupción de la naturaleza con nombre de cáncer y empiezan a morirse, si no caes tú antes, amigos de tu generación; o siendo más precisos: de tu misma edad. Y si con ellos aprendiste a vivir y a enriquecer la vida, al llegar a esta frontera ellos son quienes te van enseñando a morir. No hablo de lo insustituible que es un amigo que ha llegado contigo hasta esta edad, que también. Hablo de otras lecciones de vida que a veces se producen en la muerte y sus preparativos. Porque para encarar la muerte hay que prepararse: es nuestra cita más seria.

Este año hará tres que murió mi amigo Pepe Cilimingras Casasnovas. Pepe, además de otras cosas buenas, era un gran anfitrión, un divertido conversador y un excelente cocinero, y durante su enfermedad invitó a comer y a cenar a sus amigos sin parar. Fiel a Grecia y en Grecia, con él comimos musakas fastuosas, refinadas taramosalatas, sabrosísimas keftedakias y tantos otros platos que no he de olvidar nunca -sus mesas eran un festín- pero cuyos nombres griegos no recuerdo. Celebrábamos juntos la vida y al mismo tiempo sabíamos que le estábamos diciendo adiós y que ya nunca nada sería como antes.

En esas comidas Pepe nos mezcló. Quiero decir que si en las primeras nos reunía a los de siempre, luego empezó a mezclarnos. A sentar a la misma mesa amigos suyos de procedencia y épocas distintas. A mí me correspondió Antonio Murcia -de quien Pepe me había hablado muy bien desde tiempo atrás- y a Antonio Murcia le correspondí yo. Quiero decir, pues, que Pepe eligió y quiso que ambos fuéramos amigos y eso tan raro -la amistad nacida a nuestra edad- fue, ha sido y ha de ser porque ahora ya es imposible que deje de ser. Cuando Pepe murió, interpreté esa amistad que él había provocado como un último regalo suyo, una especie de herencia que nos había dejado a ambos. El día de su muerte -el primero sin Pepe Cilimingras- comimos juntos los dos matrimonios (los Murcia y los Llop) en la casa del Port de Valldemossa. Bajo el sombrajo de brezo que mi mujer hizo colocar cuando un cap de fibló se llevó todos los pinos que nos protegían y en el mismo lugar donde tantas veces habíamos celebrado con Pepe el verano mediterráneo y la alegría de estar vivos y juntos.

El viernes por la mañana Antonio Murcia murió y sé quién fue uno de los primeros en salir a recibirle en el otro lado. Para los que los hemos querido a ambos, no es difícil ver la sonrisa de cada uno al encontrarse y el abrazo después, mezclado con algún cariñoso y feliz reproche: los estoy oyendo. Pero he de volver a Antonio antes de irse, que es lo que nos ha dejado a los que aquí continuamos. Antonio Murcia ha hecho la vida más amable, más alegre, más completa y más construida a cualquier persona que haya estado cerca de él. Repito: más construida. Su manera de plantear las cosas -sin olvidar ni su sonrisa, ni su mirada- hacía que sedujera por igual a hombres y mujeres y éstas, empezando por su mujer y sus hijas y continuando por su hijo y hermanos, lo adoraban. Tenía una insólita habilidad para hacer estar bien a quien con él estuviera y esto sólo era una parte de otra cosa superior: vivir como hacer el bien. Entender la vida como una forma de hacer el bien.

El jueves por la tarde nos despedimos. Lo que nos dijimos no es para los demás, pero sí quiero contar que una de las cosas que hizo fue hablar de los valores antiguos y de su alegría por haberlos mantenido hasta el final. En esas estábamos cuando entró uno de sus hermanos que llegaba del aeropuerto. Lo abrazó y se oyó como le decía a Antonio: 'mi capitán'. Entonces pensé en Beau Geste, ahora que tan pocos saben lo que es Beau Geste, y en cómo en los hermanos se refleja a veces la vida de los suyos de una manera primigenia. De una manera que implica la voluntad de no abandonar nunca la infancia donde se fue feliz con ellos. Luego, Antonio dijo: 'un poco de orden; ahora estoy con José Carlos; todo a su tiempo'. Y continuamos solos, charlando sobre cosas que ambos creemos esenciales. Todos sabíamos, empezando por él, que le quedaban muy pocas horas de vida.

Pensé en sus lecturas de Patrick Leigh Fermor, en sus travesías entre las islas griegas -Antonio y sus hermanos navegaban juntos-, en los últimos libros que comentamos: Peregrinos de la belleza, de María Belmonte y El país donde florece el limonero, de Helen Attlee: siempre el Mediterráneo. Pensé en la visita que me hizo con Cambucha cuando yo vivía en Burdeos, en las paellas de su casa de Betlem, en las maravillosas bodas de sus hijas... En el día que le regalé Lamps of fire, de Joan Mascaró. Pero lo que yo pensara sólo era en aquel momento el marco donde él iba desgranando uno a uno los asuntos de los que quería hablar conmigo al despedirse. La vida es un gran regalo, pero no son muchas las personas que lo ennoblecen: él lo ha hecho.

Ahora no puedo ni debo añadir más y hay bastante: todo ha ido demasiado deprisa y ha de pasar el tiempo. Sólo dos cosas. Una, que no he dicho que era otorrino: el mejor de la isla. Y aunque esto lo sepan sus compañeros y sus pacientes, es un orgullo comprobar que los amigos de uno son los mejores en aquello a lo que han dedicado su vida. La otra, una duda severa: la de no saber, cuando llegue lo que a todos nos ha de llegar, si se estará a la altura de su enseñanza en estos meses últimos. Lo ha puesto difícil. Y por fin un consuelo. Cuando Pepe Cilimingras murió, escribí en estas mismas páginas que nos esperaba. Ahora ya no lo hace solo.

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