La leyenda sostiene que Niccolo Paganini vendió su alma al diablo a cambio de convertirse en un virtuoso del violín. Los dioses autorizaron a Orfeo a descender a los infiernos para rescatar a su amada Eurídice. Yavé firmó una alianza con el pueblo judío. El doctor Fausto ofreció su alma a Mefistófeles para que le otorgase el conocimiento ilimitado. Adolf Hitler y Iósif Stalin sellaron en 1939 el acuerdo de no agresión conocido como Ribbentrop-Mólotov por los ministros que lo firmaron. Los Pactos de la Moncloa de 1977 sentaron en una misma mesa a Manuel Fraga y Santiago Carrillo, además de a Adolfo Suárez y Felipe González entre otros.

Si dioses y diablos, incluso algunos con cuerpo humano, cierran acuerdos aparentemente imposibles, ¿por qué nuestros políticos se niegan a aunar esfuerzos a partir del resultado que arrojen mañana las urnas? Los pactos no siempre acaban bien, pero la mitología, la historia y la religión demuestran que han forjado grandes cambios en momentos críticos de la historia.

Durante la campaña electoral, los partidos se han dedicado a negar la evidencia: que salvo que ocurra el mayor fracaso demoscópico de la democracia -y es cierto que sumamos algunos- será necesario alcanzar grandes acuerdos para que España sea gobernable. Pablo Casado ha rechazado toda negociación con los nacionalistas, pese a que una semana antes de la moción de censura que apartó a Mariano Rajoy el PP selló los presupuestos con el PNV. Albert Rivera ha hecho bandera de su rechazo a situar en La Moncloa a Pedro Sánchez. Ciudadanos y PP han obviado hasta donde han podido y más allá que un triunfo de la derecha pasa, según todos los sondeos, por una alianza con Vox de Santiago Abascal.

El presidente del Gobierno resistió varios asaltos de Pablo Iglesias antes de afirmar con la boca chica, muy chica, que no sumará una mayoría parlamentaria con el partido naranja. Mirando a su derecha, y en un ejercicio de equilibrio imposible e improbable, también ha tenido que negar a los nacionalistas catalanes como aliados futuros.

En este país cainita, en el que un aficionado del Barça jamás reconocerán un penalti de libro a favor del Madrid, los políticos abanderan la enemistad entre compatriotas. El pacto, el acuerdo, la alianza se consideran una cesión intolerable ante el adversario. La imagen final de La Vaquilla, de Luis García Berlanga con guion de Rafael Azcona, es la metáfora de esta intransigencia: los buitres se reparten el animal mientras rojos y azules se insultan desde sus respectivas trincheras.

El pacto tiene mala fama en este país. Sin embargo, muy pocos electores depositan su voto en una urna con el objetivo de que el país se sumerja en un periodo de inestabilidad. Quizás sea Carles Puigdemont uno de los pocos que creen que cuanto peor, mejor.

Los acuerdos son una necesidad. También una obligación. Con la misma facilidad con la que los políticos olvidan las promesas escritas en los programas electorales, tienen que borrar del cerebro las líneas rojas que han marcado en los tres meses que llevamos de campaña y en cuatro años y tres elecciones sin mayorías absolutas.

Al fin y al cabo, lo que importa no es con quién se pacta sino lo que se pacta y cómo se aplica. En el Fausto de Johann Wolfgang von Goethe al final se salva al hombre que ha sellado su acuerdo con el diablo porque "a quien siempre se esfuerza con trabajo, podemos rescatar y redimir". A quien jamás deben indultar los electores es al político que se lava las manos ante el futuro de los ciudadanos.