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Daniel Capó

La vieja política ha muerto

La vieja política ha muerto, la nueva es peor. Este podría ser el resumen de lo que se ha visto a lo largo de estas dos semanas de campaña electoral: infantilismo y frivolidad, altanería y falta de rigor, anuncios rutilantes para ocultar un inquietante vacío programático, ausencia de responsabilidad y transformación de la política en una variante más del show business. Seguramente nada de eso se ha fraguado en estos meses, sino que -como es sabido- los procesos de descomposición necesitan mucho más tiempo para aflorar. Tal vez sea esta la explicación, aunque el tempo musical de nuestra época se acerca más al accelerando que a la saludable jovialidad del allegro. Se diría que no es posible una política democrática sin algún tipo de relación con la dignidad de los ciudadanos, es decir, tratarlos con la responsabilidad debida a los adultos, no adulterar sus pasiones ni sus sentimientos, no cebar de forma innecesaria la cuenta de los resentimientos, ni escamotearles las consecuencias de sus actos, ni destruir aquello que tanto trabajo ha costado construir. Por supuesto, la democracia admite dosis relativamente elevadas de demagogia e incluso es positivo que sea así. Al igual que un organismo sano que se enfrenta diariamente a infinidad de virus y bacterias y lo supera gracias a un sistema inmunológico fuerte, los enemigos de la democracia forman parte de ese ecosistema natural de la política que es la imperfección humana. Pero de ahí a alentar el uso cotidiano y general de las prácticas de riesgo media un abismo que sólo puede tildarse de irresponsable. En distinta medida, es un mal generalizado entre todos los partidos. Se diría, por tanto, que se trata de un mal social.

No quise ver ninguno de los debates televisados entre los distintos candidatos, preferí informarme a última hora de la noche o a la mañana siguiente leyendo las distintas reacciones. El resumen es más inmediato y te evitas horas de bochorno. Más allá de quién fue el vencedor o el perdedor en las dos contiendas -y resulta inevitable percibir la mayoría de las veces cuál es el sesgo ideológico del opinador-, hay cierto consenso en que fueron debates marrulleros, pensados para las redes sociales y sin sustancia alguna. Salir vivo -no cometer errores de bulto- era imprescindible y, quizás, gracias a una calculada pose socialdemócrata y una aparente conversión al constitucionalismo, pueda hablarse de cierta recuperación de Pablo Iglesias y de cierta caída de Pedro Sánchez. Pero poco más. La teatralización de la política puede funcionar en sociedades americanas que cuentan con Hollywood y Shakespeare en su fondo de armario; no aquí, donde todo suena a sainete y a falsedad.

Al final, el resultado del voto del domingo dependerá de dos claves principales: la movilización de las emociones sobre la cuestión del feminismo, Cataluña o el miedo a Vox -entre algunos votantes- y el hartazgo hacia la crispación continua en el debate público -entre otros muchos-. Habrá, por supuesto, otras cuestiones que tendrán algún impacto sobre la decisión de los electores, pero seguramente ninguna que afectará a nuestras vidas de forma sustancial. Las encuestas afirman que, paradójicamente, los indecisos decidirán, lo cual es como decir que lo hará el último minuto, según el sesgo irracional de las intuiciones. Suceda lo que suceda, el futuro es una incógnita. Y quizás los resultados permitan reconstituir un consenso suficiente que nos permita mirar hacia el futuro con optimismo.

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