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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Inquietud

Frente a la superficialidad de los líderes del sistema de partidos español, atentos siempre a las lógicas del clientelismo y la demagogia, se alzaba la seriedad de la política alemana. Esa esperanza se ha diluido en buena medida

Hubo un momento en que algunos pensamos que las insuficiencias y el sectarismo de la política española, incubados desde principios de los noventa y plenamente desarrollados durante el mandato de Zapatero, especialmente en lo que se refiere a la política económica, un paro que dobla la media europea, baja productividad, crisis del sistema de pensiones, politización y corrupción de las cajas de ahorro, colonización partidaria de la Administración, síntomas evidentes de la degradación del sistema político, podían ser en alguna medida remediados por la Unión Europea. Parecía que se podía hacer realidad la tesis de Ortega: España es el problema, Europa es la solución. Frente a la superficialidad de los líderes del sistema de partidos español, atentos siempre a las lógicas del clientelismo y la demagogia, se alzaba la seriedad de la política alemana. Frente a la lógica de la devaluación de la moneda para sobrevivir unos años, se alzaba la del sacrificio y el esfuerzo para construir un bienestar duradero. Bueno, pues esa esperanza se ha diluido en buena medida. El brexit, la crisis inmigratoria, el populismo gobernando en Italia y Hungría y amenazando y debilitando a Alemania y a la Francia de los chalecos amarillos, deja a Europa en situación de debilidad ante el reto de una globalización económica en la que un Estados Unidos dirigido por otro populista se juega su hegemonía ante una China totalitaria económicamente eficaz. Estamos, pues, en situación mucho más desvalida que hace diez años.

Ante la crisis del sistema político, que emergió con crudeza al compás del deterioro de la economía, que se llevó por delante al rey Juan Carlos, provocó la entrada de nuevos partidos como Ciudadanos y Podemos y propició el golpe a la democracia de los nacionalistas catalanes, se aventuraron dos hipótesis: una era la de la reforma del sistema cambiando algunos aspectos de la Constitución que afectaban al título octavo, de la organización autonómica; para conseguir una auténtica división de poderes; cambiando el sistema electoral, eliminando la provincia como circunscripción; y atenuando el absoluto monopolio partidario sobre el poder político. La otra hipótesis era que merced al cerrojo partidario sobre cualquier cambio constitucional, las élites dirigentes bloquearían cualquier modificación que amenazara su supervivencia política y por tanto estábamos condenados a una democracia de baja calidad en la que en vez de estadistas dispondríamos de demagogos, oportunistas e insensatos sin escrúpulos capaces de sacrificar los intereses del país a sus ambiciones personales; condenados al malestar social crónico. Esta segunda es la hipótesis que parece confirmarse. Si la Constitución se aprobó por consenso entre las principales fuerzas políticas en 1978, ningún consenso existe para cambiarla.

La ilusión de Sánchez y el PSOE de prolongar su permanencia en el gobierno gracias al apoyo de los nacionalistas catalanes y vascos hasta 2020, en vez de convocar elecciones, quedó destruida por la realidad. Recordemos a Abraham Lincoln: "Se puede engañar a todo el mundo algún tiempo, se puede engañar a algunos todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo". Los 21 puntos de Torra y el relator hicieron insostenible la tesis del diálogo para desinflamar el conflicto catalán. El único diálogo que han defendido los nacionalistas es el dirigido a conseguir un referéndum pactado, el que imposibilitan los artículos uno y dos de la C.E. Lo que no obsta para que tanto Sánchez como su monaguillo Iglesias repitan incansablemente este mantra que supuestamente apaciguará al nacionalismo. Sánchez justifica su negativa a pronunciarse sobre los posibles indultos a los golpistas en el respeto a la justicia, cuando han sido precisamente Iceta, la luz de emergencia del nacionalismo catalán, y la delegada del gobierno de Sánchez en Cataluña los que los han reclamado.

Las elecciones no auguran nada bueno, como se ha podido comprobar en los dos debates de este semana. Ganará Sánchez debido al hundimiento de Unidas Podemos y al fraccionamiento del centro derecha entre PP y Ciudadanos, una vez que este último haya abandonado el centro izquierda, y a ambos, numerosos electores en dirección a Vox, en busca de las seguridades y certezas perdidas; está por ver si podrá formar gobierno o estaremos en puertas de nuevas elecciones. Un déjà vu lamentable y con futuro. Casado es prisionero de la corrupción pasada del PP, de su trayectoria de la que es jalón ineludible su desconocido máster de la Universidad Rey Juan Carlos y de la liviandad acreditada durante la campaña. Iglesias ha pasado de recitar a Lenin y denunciar la Constitución a convertirla en el misal con el que aspira a convertir a los descreídos del PSOE, PP y Cs; de asaltar los cielos a pedir dos cargos en el gobierno de Sánchez; de hacer escraches a Rosa Díez a reclamar urbanidad ante la cacofonía de insultos en el debate. Rivera, decidido a acabar con los vicios del bipartidismo de PP y PSOE, ha reclutado a sus réprobos faltos de la acrimonia de orines viejos que eran el deleite de sus olfatos, Corbacho, Mesquida, Bauzá, Garrido entre otros, dispuesto a demostrar que es falso el dicho de que "els tests s'assemblen a les olles". Doctor Sánchez es una estafa deslumbrante, como atestigua el hecho de que sea el líder más valorado por la ciudadanía y por El País, que no hace un año le definió editorialmente como un insensato sin escrúpulos.

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