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María Amengual

Lo bello y lo bueno

Hay cosas que tocan la patata, por mucho que una intente ponerse la coraza de profesional. Pero esa capacidad de choque es limitada, por una simple cuestión de supervivencia

Ser periodista no siempre es fácil. Y no sólo por los debates electorales. He llorado tres veces en directo. La primera fue cuando contaba el incendio de Andratx, después de horas de ver la desesperación de unos vecinos que no sabían si lo habían perdido todo. También me emocioné al final de un informativo en el que explicamos los atentados de La Rambla en Barcelona. La última -de momento, me temo- fue cuando tuve que narrar que los servicios de emergencia habían encontrado el cuerpo del pequeño Arthur entre el barro de Sant Llorenç, también después de dos semanas de convivir con quienes habían visto su vida arrasada por el agua.

Quiero decir que la emoción, a veces, es incontrolable. Hay cosas que tocan la patata, por mucho que una intente ponerse la coraza de profesional. Pero esa capacidad de choque es limitada, por una simple cuestión de supervivencia. Y el grado de empatía suele venir dado por la cercanía, física o emocional. Llorar por Arthur y no por los niños que mueren ahogados en el Mediterráneo no significa que los segundos no importen. La afectación por las víctimas de la Rambla de Barcelona fue mayor que por las de Sri Lanka de este pasado fin de semana, y no por que unas vidas humanas valgan más que otras.

Dudo mucho que alguien tenga la capacidad de conmocionarse sinceramente por todas las desgracias que, a diario, ocurren en el mundo y, a la vez, conserve su salud mental. Les cuento esto a raíz de la absurda polémica con lo que nos afectó a algunos el incendio de Notre Dame y los millones que van a destinarse a su restauración, en lugar de a ayuda humanitaria. Nuestra señora de París no es únicamente un montón de piedras viejas. Su significado no se agota en ser un lugar de culto para los católicos.

Notre Dame es Belleza. Vidrieras. Rosetones. Arbotantes. Contrafuertes. El coro. Arte, al fin y al cabo. De ese que alimenta el Alma; como si eso no fuera suficientemente importante. Una joya del gótico francés. Del primero. Del que simboliza la mentalidad que sirvió al hombre europeo para salir de la época más oscura de la Edad Media y dejar entrar la Luz. Modelo para muchas otras catedrales. Y, sobre todo, parte del legado común de la cultura europea, esa que el Cristianismo ha forjado junto con el legado de Grecia y Roma. Verla arder es darnos cuenta de lo frágil que es en realidad aquello que pensamos que siempre estará ahí. Que, tal vez, no conservamos suficiente, porque no dudamos de su fortaleza.

Claro que hay motivos para llorar si nos damos cuenta de que no es así. Y para no escatimar en su sostenimiento. Más cuando parece que algunos están empeñados en devolvernos a las épocas más oscuras del Viejo Continente. Que resucitan los antiguos discursos de contraposición de 'nosotros' y 'ellos', con absoluta indiferencia ante los argumentos de los adversarios políticos, incapaces de reconocer una pizca de razón en el otro. Que calcan las proclamas contra el sistema de partidos que tan bien analiza Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo. Que se vindican como 'un movimiento', diferenciado de los partidos tradicionales. A base de demagogia, manipulación y propaganda. Frente a eso, nos queda lo que simboliza Notre Dame. Los valores de una Europa incipiente que, siglos más tarde, cristalizaron en la liberté, egalité, fraternité. Juzguen ustedes si hay motivos suficientes para mantenerla.

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