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Ardía Notre Dame

Después de un paseo por Madrid central, tras un día de trabajo intenso en la editorial donde se publican mis libros, me refugié en la habitación del hotel. Había quedado a cenar con el poeta y crítico de arte Juan Manuel Bonet un par de horas después. Encendí el televisor en la repetida ceremonia contemporánea de acompañar la soledad del viajero y sintonicé un informativo vespertino. Al cabo de unos minutos saltaba la noticia acompañada por las imágenes: Notre Dame estaba en llamas. Los que creían que en el atentado contra las Torres Gemelas habían agotado su capacidad de asombro, estaban equivocados. El incendio de la catedral de París nos hipnotizó fatalmente a todos.

Pero vayamos por partes: las sensaciones. La primera -vade retro Dan Brown- era una imagen del Apocalipsis, se crea o no en la exactitud de los textos sagrados del cristianismo y su interpretación canónica. Y esa imagen reflejaba un hecho que se ajusta como un guante a los tiempos que corren y al eco ahora de la iglesia en nuestra sociedad. Mientras miraba aquellas llamas, recordé la última carta del Papa Ratzinger y quien la haya leído me entiende.

La segunda sensación era una idea: la perfección del simbolismo de aquel incendio en Semana Santa y su comprensión general. Todo el mundo conoce la catedral de Notre Dame, haya estado o no en ella. Un incendio en cualquier otra catedral no habría tenido el mismo impacto. Notre Dame, dado ese extendido conocimiento, quizá sea la mejor imagen de la universalidad del catolicismo, después del Vaticano. Por tanto aquel incendio era un incendio en el corazón de la arquitectura católica y utilizo la palabra arquitectura no sólo en su sentido estricto, sino en su sentido, digamos, teológico. El incendio reflejaba de forma trágica el lamentable estado actual de esa misma arquitectura. Empezamos a cruzar mensajes entre algunos amigos. En uno se leía: 'el vacío de Dios'. En otro: 'el fin de Europa'. Cualquier pesimismo metafórico alrededor de la visión de aquel incendio tenía una lógica especular en la radiografía de Occidente. Y vuelvo a decirlo: eran metáforas, una sucesión de ellas, pero indicativas de que a la tristeza del hecho se sumaba la preocupación ante algo no por sabido, menos doloroso: como si se hubiera corrido el último velo. Sigo hablando de sensaciones.

La respuesta -también especular- no se hizo esperar. La proporcionó ese mismo periodismo que nos había conectado con la noticia con expresiones del estilo 'patrimonio cultural de la humanidad', 'riqueza artística', 'símbolo del París turístico', 'emblema parisino'€ Y los tuits de los políticos repitieron, más o menos, las mismas expresiones con la vacuidad habitual. Ni una sola vez se leyó u oyó la palabra templo, la expresión casa de Dios, o referencia católica alguna€ Ni una sola hasta que el presidente Macron -bastante más tarde- habló del pesar de los católicos y del resto de franceses, pero nadie más lo hizo. Ningún político, quiero decir. Eso sí: mucha conexión con testigos del estilo 'vivo en París desde hace años', 'desde mi casa se ve la columna de humo', estoy muy apenada: era un icono', etc, etc€ Por supuesto ni una sola conexión con El Vaticano, ni siquiera telefónica, no sé, por si la casa madre tenía algo que decir sobre el asunto. Ni una sola. Cambiabas de cadena y la mayoría estaba con concursos, chorradas y cotilleos duros. Mientras, caía la aguja de Notre Dame y se abrían sus cubiertas. Esto, desgraciadamente, es Europa ahora y no quiero ser pesado: la Europa que se desarrolló en y sobre los mercados y las catedrales. Al poco entrevistaban a un transeúnte emocionado que, con los ojos llorosos, dijo: 'je suis français et pour moi Notre Dame c'est tout: c'est la liberté, c'est la Republique€' Me pregunté si habían elegido a un trastornado, o si el trastornado era yo y es tanto mi trastorno que no me entero. Pero todo lo que se habló hasta pasada una hora y pico -ya no me meto en interpretaciones posteriores- fue como si se estuviera quemando un ala del Louvre. Nada menos, claro, pero también nada más. Pensé -me ocurre a veces- qué habría dicho, por ejemplo, Auden.

Pasado ese tiempo las cámaras enfocaron a un grupo de católicos entonando cantos religiosos desde el otro lado del Sena -otra forma de rezar y la única referencia al verdadero origen de Notre Dame- y al cabo de un rato bajé a cenar. Mi amigo me esperaba con un catálogo entre las manos, el de la última exposición que ha comisariado. 'Pensaba traértelo y ahora parece fruto de un azar maligno'. Era el catálogo de la exposición de Xavier Valls -el padre del político Manuel Valls- en el Instituto Cervantes de París (Bonet nació en París). En portada, una maravillosa pintura del Sena y el perfil de Notre Dame: el don de la serenidad, como todo el arte de Valls. Hablamos un rato sobre el incendio y coincidió -la amistad duradera se fundamenta en muchas cosas- que los dos por separado, ante el televisor, habíamos pensado en Dominique Venner, el escritor ultra que se suicidó junto al altar de Notre Dame hace pocos años -cuando Valls era, precisamente, ministro de Interior- y en el poeta Paul Claudel y su retorno a la religión tras su iluminación en la catedral parisina. Después pasamos a otras cosas de vieja complicidad y a medianoche nos despedimos y retiramos cada mochuelo a su olivo. En el ascensor del hotel, ya de camino a mi habitación pensé sonriendo que ninguno de los dos, mientras Notre Dame ardía, se había acordado del popular jorobado, de las gárgolas, de Víctor Hugo, o de Walt Disney: un alivio. En fin, la vida continuaba. ¿Hacia dónde?

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