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¿Reconstruir o avanzar?

La gestión del patrimonio histórico es asunto arduo y complejo, y básicamente se compendia en una pregunta que nunca tiene respuesta unívoca: ¿es conveniente reducir la conservación de unas ruinas a lo que el propio concepto indica, a mantener el monumento intacto y en buen estado, o hay que hacerlo evolucionar dentro de ciertos límites? En un mundo en que se construye patrimonio constantemente, e incluso se edifica el patrimonio antiguo que no llegó a construirse del todo en su momento (la Sagrada Familia de Barcelona), el debate es inevitable, y, como es lógico, ya se ha desencadenado en torno a Notre Dame.

Los especialistas llaman anastilosis a recuperar el estado original de una construcción, si bien es preciso que se distingan los materiales antiguos de los repuestos en la reconstrucción (dándoles otra tonalidad, por ejemplo). Naturalmente, no sólo hay que resolver el problema técnico de la propia reconstrucción (crear las piezas que faltan) sino también, y sobre todo, decidir hasta qué punto se reconstruirá. No tendría sentido, seguramente, reconstruir una ciudad romana a partir de sus cimientos descubiertos en una excavación arqueológica.

Lo más importante de la recuperación de Notre Dame, pensamos algunos, es que la reconstrucción permita calibrar el genio de sus constructores en las distintas etapas de su erección. Para ello, tenemos que recuperar su apariencia, aunque los elementos resistentes sean reforzados y/o sustituidos. Hemos de conservar el ensalmo, la figura, la forma, por encima de realismo a ultranza. Pero ese criterio ha de someterse al consenso social.

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