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Antonio Papell

Vox, el Estado mínimo

Lo más característico de Vox es el conjunto de vectores políticos que lo identifican con una formación de extrema derecha, comparable al " Rassemblement National" de Le Pen, a la Liga de Salvini o a la AfD de Jörg Meuthen y Alexander Gauland, todas ellas vinculadas al activismo del exasesor de Trump Steve Bannon: clara xenofobia y acentuada islamofobia; rechazo a las políticas de género y una concepción rígida y patriarcal de las relaciones familiares; estado unitario y desaparición de la descentralización autononómica; y, en nuestro caso, rechazo a las medidas relacionadas con la memoria histórica, ligado a un militarismo más retórico que real, vinculado a una nostálgica evocación del franquismo.

Todo ello compone una identidad que a los demócratas nos parece peligrosa, pero uno de los elementos menos llamativos es sin embargo el que más podría perturbar nuestro modelo sociopolítico si finalmente Vox terminase influyendo en mayor o menor grado a través de un gobierno de coalición de derechas: su apuesta por el estado mínimo, una derivada del más rampante individualismo republicano que exhibieron Bush y los "neocon" que lo sostuvieron intelectualmente, y que ahora personifica Trump, trufado de proteccionismo.

Vox no ha heredado los tics del falangismo (nacionalización de la banca, desmontaje del capitalismo, partido único), aunque sí muestra rasgos del nacionalcatolicismo más añejo. Pero el objetivo básico de Vox es disminuir el peso del Estado en la economía y en la sociedad hasta llegar a la "proporción dorada", con un sector público nunca superior al 35% del PIB. Entre otras medidas, Vox propone la eliminación de altos cargos y empleo público no funcionarial, el establecimiento de una tasa de reposición no superior al 50% en las administraciones supervivientes, un ajuste en las plantillas administrativas y el despido de todos los funcionarios en las comunidades autónomas, que desaparecerían para dar paso a un Estado unitario y centralizado. En primera instancia, el recorte del gasto público sería de 24.236 millones de euros, de los que 16.236 millones procederían de un ajuste en la Administración central del Estado en organismos autónomos y en la Seguridad Social, mientras que los 8.000 millones restantes provendrían de un recorte del gasto de las comunidades autónomas y las corporaciones locales.

Lógicamente, el aparato de recaudación fiscal menguaría: en el IRPF, las rentas inferiores a 60.000 euros tributarían al 22%, mientras que las superiores a esta cifra lo harían al 30%. Además, propone la eliminación de la mayoría de las deducciones de naturaleza técnica para "conseguir una mayor neutralidad fiscal". En relación al impuesto sobre sociedades, propone un tipo nominal del 22%, igual para todas las empresas con independencia de su tamaño.

Sobre las pensiones, Vox quiere eliminar el sistema actual de reparto y sustituirlo por un modelo mixto de capitalización, al 50%, con cuentas individuales en las que el trabajador "ahorraría" la mitad de su cotización y el Estado contribuiría con la otra mitad. Los menores de 25 años tendrían la obligación de acogerse al nuevo sistema mixto, los de entre 25 y 45 años podrían elegir y los mayores de 45 años continuarían dentro del actual sistema de pensiones (algo parecido se hizo en el Chile de Pinochet, con resultado catastrófico).

En este país, los partidos turnantes, PP y PSOE, han mantenido una dialéctica liberal-socialdemócrata que en ningún momento ha puesto en cuestión el papel del Estado como sostén del sistema de previsión, de los grandes servicios públicos universales y gratuitos y del sistema de pensiones. Todo ello protegido constitucionalmente. Puede, pues, decirse que el "estado mínimo" es inconstitucional, como lo son también el estado unitario -la descentralización no es controvertible- y los impuestos no suficientemente progresivos: el artículo 31 de la Constitución afirma taxativamente que el sistema tributario justo estará "inspirado en los principios de igualdad y progresividad".

Vox está, en fin, extramuros de la Constitución. Algo que no es en sí mismo descalificante puesto que la Carta Magna, una vez acatada, puede cambiarse. Lo que le inhabilitaría radicalmente y o podríamos consentir sería que se impregnase de los rasgos que caracterizan al posfascismo europeo: la xenofobia, la homofobia, la hostilidad a las políticas de género, el ultranacionalismo agresivo.

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