Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Antonio Papell

Qué hacer con Cataluña

En vísperas electorales, la vista oral por el 'procés' en el Supremo ha dejado hace tiempo de ser noticia de primera página, y ni siquiera en Cataluña consigue imponerse mediáticamente a la efervescencia provocada por la sucesión de elecciones que se avecina. Hay unas expectativas contenidas de que quizá lleguen tiempos de sensatez, una intuición de que el desenlace será moderado (una clara condena pero no desaforada) y en el ambiente se percibe un hartazgo por un bloqueo de la política catalana que dura ya casi cinco años si empieza a contarse desde el 9 de noviembre de 2014, y que hoy se halla en fase de parálisis institucional. Con Puigdemont en Waterloo y un epígono fanatizado y sin talla personal al frente de la Generalitat, Cataluña decae, en medio de un notable marasmo económico y con algunos movimientos políticos que denotan cansancio: el camino hacia la independencia está bloqueado y la política como tal está enjaulada en la judicialización del caso, inexorable una vez que los soberanistas dieron su inaceptable golpe de mano.

Lo más relevante del panorama político catalán es que se advierte un soterrado debate interno sobre el futuro en el seno del soberanismo. Aunque las encuestas parecen sugerir que se mantiene la fractura casi simétrica en la sociedad catalana, el fanatismo del ultranacionalismo romántico y reaccionario que representa el prófugo Puigdemont está empezando a ser contestado, no sólo desde Esquerra Republicana de Cataluña, cuya sobriedad y aunque se discrepe profundamente de sus postulados resulta hasta cierto punto tranquilizadora, sino desde dentro del 'pospujolismo'. La heterodoxia de la excoordinadora del PDeCAT, Marta Pascal, que se ha desmarcado del inquilino de Waterloo y de su 'movimiento nacional' (La Crida), y que cuestiona las concesiones a la CUP, al mismo tiempo que amenaza con crear un nuevo partido, resulta refrescante. Al igual que las insinuaciones de Artur Mas, quien termina su periodo de inhabilitación en febrero y podría volver a la política activa quizá con más moderación y sentido común que los que mostró aquel 9N.

Frente a este panorama cambiante, inestable pero en el que es posible remar hacia el reencuentro y el sentido común, hay que fabricar una pista de aterrizaje para el soberanismo moderado, con el fin de que retorne a los parajes del catalanismo político -si alguien no sabe en qué consiste, que se lo pregunte a Miquel Roca y lea, de paso, su constructiva biografía-. Y esta propuesta que hay que empezar a preparar desde la alta política tiene que consistir en la negociación y promulgación de un nuevo Estatuto de Autonomía que sustituya al mutilado de 2006. Y conste que en este caso es más importante el fuero que el huevo: no se trata tanto de ir más allá en el catálogo de competencias transferidas cuanto de que Cataluña goce de una carta plena, elaborada por los procedimientos establecidos en la Carta Magna, y no recortada por un Tribunal Constitucional asaeteado por presiones políticas de los partidos, que tuvo que dictar sentencia cuando ya se había pronunciado en referéndum la ciudadanía de Cataluña.

En la mesa de negociación, en la que deben sentarse los partidos constitucionales y quienes en Cataluña acepten de buena fe la propuesta, deben estar, pues, una reforma del Estatuto y, si fuera preciso, otra de reforma limitada y concreta de la Constitución, que podría consistir en el añadido de una disposición final segunda que reconozca la singularidad de Cataluña como la primera hace con los territorios forales (la famosa propuesta de Herrero de Miñón).

La paz, la reconciliación y el reencuentro no pueden llegar al conflicto catalán más que por ese camino, y de ningún modo a través de la propuesta castradora y represiva de la aplicación arbitraria e indefinida de un artículo 155, que además sería ilegal porque, como queda bien claro en su propio enunciado, la medida ha de motivarse clara y específicamente.

Ya sé que en este país, últimamente, quien negocia con el adversario es, como mínimo, un felón. Pero hay muchos que no pensamos de este modo porque creemos que la democracia, que es tolerancia y respeto, requiere negociaciones, pactos, cesiones y dolorosos consensos. Como los del 78.

Compartir el artículo

stats