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Daniel Capó

No cometer ninguna gilipollez

Al poco de iniciar su segundo mandato, Barack Obama se reunió en la Casa Blanca con un grupo de historiadores. Quería preguntarles acerca del legado que dejan los presidentes: ¿de qué modo los juzga la historia? ¿Hay alguna característica que se repita una y otra vez en las presidencias fallidas? La respuesta que le dieron miraba hacia fuera: el fracaso de Johnson fue la guerra del Vietnam; el de Jimmy Carter, la toma de rehenes en Irán; para Bush, Irak fue el final. La idea es que un poder imperial tiene ramificaciones en todo el planeta y difícilmente se puede desligar la política interior de la actuación exterior. Ben Rhodes, en su fascinante El mundo tal y como es (ed. Debate), resume aquel encuentro con una frase lapidaria que pronunció el propio presidente: la lección es "no cometer ninguna gilipollez". Si existe algo parecido a una doctrina Obama, se trataría precisamente del sentido de lo posible frente a la tentación del idealismo. «El presidente -escribe Rhodes- había aprendido a calibrar las deficiencias del mundo como tal, eligiendo los asuntos y los momentos en los que podía ejercer su influencia para conseguir un mundo como debe ser. Este hecho me ayudó a entender la disciplina casi monacal, y a veces frustrante, que se imponía con el fin de evitar cualquier posible extralimitación en un mundo agitado al tiempo que se centraba en una serie de prioridades claramente definidas. Defensa de los intereses fundamentales y de los aliados. Liquidación de antiguas cuentas pendientes, como Cuba. Formalización de nuevos acuerdos. Fuera gilipolleces. El progreso de nuestros valores en función de cómo los vivimos. Cambios graduales, pero reales».

El baremo que la comisión de historiadores propuso a Obama serviría también para España, aunque no necesariamente en clave internacional. O no siempre, al menos. Cada presidente ha comprado su surtido de estupideces, no todas igual de tóxicas. El futuro juzgará a Aznar por la reactivación económica y la derrota de ETA, pero también por el grave error que supuso embarcarse en una política atlantista desligada del corazón de Europa central, que le condujo directamente a la ratonera de Irak. Zapatero inició su presidencia con otra equivocación garrafal -la retirada unilateral de las tropas de Irak-, que le enfrentó a los Estados Unidos; sin embargo, el desastre de su gobierno se acentuó con una política territorial evanescente, la pésima gestión económica y una errática incursión en las denominadas políticas de la identidad. Una década después, resulta difícil no acudir al calificativo "frívolos" cuando se valoran aquellos años que dejaron múltiples heridas abiertas. Rajoy, en cambio, pecó de omisión. Aunque difícilmente se le pueda acusar de haber cometido algún error mayúsculo, su táctica de congelar el partido se demostró insuficiente ante los conflictos que se acumulaban sobre la mesa y ante la irrupción masiva del populismo. El líder conservador fue un político que se negó a hacer política, dejando la iniciativa a sus rivales. La economía inició una senda de recuperación, pero la amenaza hacia las instituciones del 78 se mantuvo intacta. Un exceso de prudencia puede suponer un grave error.

Los cronistas oficiales de Pedro Sánchez buscan equipararlo con la figura del primer presidente afroamericano de los Estados Unidos: un presidente moderno y liberal, interesado en la política internacional y en el avance de los derechos sociales y medioambientales. Lo importante es que no cometa estupideces y que recuerde el sentido de la doctrina Obama: la defensa de los intereses fundamentales del país, la liquidación de antiguas cuentas pendientes, la formalización de nuevos acuerdos, los cambios graduales, no extralimitarse ni caer en esa estúpida frivolidad de creer que todo le está permitido al poder.

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