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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

El momento Frankenstein

Cuando estudiaba tercero de BUP hace ya varias décadas, nuestro profesor de religión nos preguntó una tarde si sabíamos cuál es la característica principal que distingue a los hombres de los animales. Para algunos, la respuesta se hallaba en la propia capacidad de amar del ser humano. Para otros, más aristotélicos, lo realmente distintivo era la razón; de modo que lo que nos convierte en sapiens sería precisamente saber actuar de forma racional. Para la mayoría, sin embargo, lo peculiar del hombre consistía en la felicidad, ya que frente a los animales sólo nosotros aspiramos a ella de forma consciente y continuada. Curiosamente, recuerdo lo que dijimos nosotros pero no el profesor, aunque supongo que optaría por el amor, a imagen y semejanza del Dios cristiano.

La pregunta por el origen de la humanidad plantea la cuestión del sentido de la vida. Hay un pasaje en La imaginación conservadora, de Gregorio Luri, que me ha hecho pensar en aquel debate que tuvo lugar hace años. El filósofo navarro sostiene que la novela Frankenstein, de Mary Shelley, constituye uno de los ejes de corte que separan la sensibilidad clásica de la moderna. La clave es la suposición de que la causa principal de la moralidad reside en la felicidad y no al contrario. "¡Hazme feliz y volveré a ser virtuoso!", exige el monstruo a su creador, abriendo el camino de la emotividad contemporánea. "La criatura -explica Gregorio Luri- no pretende que su creador le muestre el camino de la virtud que conduce hasta la felicidad posible, como habría hecho un antiguo. No concibe la virtud como la conquista laboriosa de la felicidad, sino que ve la felicidad como la condición imprescindible para llegar a ser virtuoso. Sólo en posesión de la felicidad se podrá sentir un ser moral. Mientras tanto, su infelicidad justificaría su amoralidad".

Por supuesto, como se encargan de recordarnos a diario los propagandistas del resentimiento, siempre encontraremos motivos para no ser felices. Y, además, siempre podremos culpar a alguien de nuestros males. Se diría que, desde que nacemos, el mundo está en deuda con nosotros y que, por tanto, le podemos exigir mucho más de lo que realmente nos puede ofrecer. El filósofo marxista Walter Benjamin consideraba -la cita no es literal- que el resentimiento constituye el motor principal de la esperanza y de la justicia frente a una memoria del bien -todo lo que hemos conseguido juntos, todo lo que hemos avanzado-, a la que se acusa de conformismo o, peor aún, de ser expresión de los intereses del statu quo. La sustitución de las virtudes clásicas por el dogma de la felicidad tiene además algo de pernicioso: eliminar -o, al menos, reducir- el alcance de la responsabilidad individual. Si nuestros alumnos fracasan en la escuela no es debido a la falta de esfuerzo, sino a la brecha cultural existente en las familias. Si una parte de los catalanes quieren independizarse no es tanto por motivos económicos, históricos o políticos -aunque estos argumentos se utilicen profusamente para crear un determinado clima emocional-, sino porque afirman no sentirse queridos o aceptados por el resto de los españoles. El mundo clásico nos diría que mejorando al hombre, educándolo en las virtudes, fortaleciendo su carácter e iluminando su juicio sobre el bien y sobre el mal, mejoraríamos la sociedad y podríamos aspirar a una felicidad razonable. Hoy creemos lo contrario: nada es más importante que la felicidad. Y ese -y sólo ese- sería el sello de una vida digna.

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