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Daniel Capó

¿Se enfría la economía balear?

La economía balear inicia una suave desaceleración tras varios años marcados por el boom del turismo. Esto, al menos, informa la CAEB. La gripe del enfriamiento global, con uno de sus focos principales en la zona euro y otro en el Reino Unido, lógicamente se deja sentir en una economía de servicios como la nuestra. La mayor competencia en el Mediterráneo, los efectos de la subida de precios y el agotamiento de los vientos favorables explican la llegada de una ralentización que, por el momento, no deja de ser un simple resfriado y quizás ahí se quede. España -y también Baleares- todavía crecen más que la media de la Unión y es probable que sigan así durante algún tiempo si no se cometen errores de bulto. Pero el hecho más significativo de estas últimas dos décadas no son tanto ya las diferencias marginales en el crecimiento entre un país y otro, sino el continuo retroceso de las clases medias y trabajadoras. El historiador Tony Judt observó con acierto que, por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el incremento de la economía creaba excluidos -incluso con trabajo y sueldo más o menos fijo-, al mismo tiempo que la riqueza se acumulaba en torno a un pequeño tanto por ciento de la población. Hay muchos motivos para ello, pero ninguno suficiente como para explicar esta dinámica en su totalidad. Quizás lo más sencillo sea reconocer que cualquier revolución industrial -como en la que estamos inmersos- genera un nuevo tipo de proletariado, con las dificultades de adaptación que eso conlleva. La globalización ha introducido un profundo cambio en las rutas mundiales de la economía. La propiedad de activos valiosos resulta cada día más fundamental frente al factor trabajo. El acceso a la vivienda destruye el ahorro familiar, ante la falta de alternativas razonables. La calidad educativa -muy a la baja en Occidente- ya no es suficiente para acceder al ascensor social. El endeudamiento actúa como una pesada losa para las generaciones más jóvenes. Y los nuevos monopolios tecnológicos crean oportunidades, pero también provocan el cierre de empresas obsoletas y de menor tamaño que, sencillamente, no pueden competir en igualdad de oportunidades.

Por ello mismo, se hace difícil pensar que un desarrollo económico -como el que hemos vivido tras la debacle de 2008- sea suficiente para paliar la fractura social. Desde luego, el futuro exige crecimiento -y cada punto adicional del PIB es una buena noticia-, pero no sólo crecimiento. Son precisos ajustes y reformas de calado, que sorprendentemente han pasado desapercibidos en el debate parlamentario de estos últimos años. Las elites deben ceder algunos de sus privilegios a cambio de una mayor equidad en el futuro. Hay que rehacer el pacto intergeneracional, aún a costa de no poder incrementar todos los años las pensiones según el IPC. Es obligatorio modernizar las políticas públicas de bienestar si queremos mejorar su eficacia y su sostenibilidad. La reducción del déficit y de la deuda debería servir para lanzar estímulos anticíclicos. Destinar más recursos a la infancia atenuaría las peores consecuencias de la desestructuración social y familiar. Y así un largo etcétera.

Esta creciente debilidad de la economía balear apela en primer lugar a una clase política que sigue empeñada en la guerra cultural. Uno de los aciertos del pensamiento marxista fue reducir las diferencias de clase a un factor monetario y cuantificable. Los matices culturales, en cambio, son por definición mucho más difíciles de medir y, por tanto, resulta más complicado actuar sobre ellos. Que la derecha y la izquierda recuperen este sentido de una economía más equilibrada, social, productiva y sostenible sería una magnífica noticia para la sociedad. Las Balears cuentan con muchos elementos a su favor para jugar su partido en el siglo XXI. Haríamos mal en no asumir este reto.

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