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Daniel Capó

Solo derechos

El prestigioso constitucionalista norteamericano Joseph H. H. Weiler recordaba, hace unos días en Barcelona, que los efectos de la pérdida del sentido de lo religioso en la sociedad no son precisamente neutros. De hecho, las instituciones intermedias -como parroquias, colegios o congregaciones- propiciaban una melodía cultural significativamente distinta a la que hoy impera: en lo moral por supuesto, pero sobre todo en el peso que se otorgaba a los deberes. "Cada semana en todas las iglesias, sinagogas, actos públicos -afirma Weiler en una entrevista concedida a La Vanguardia-, había una voz que no hablaba sólo de derechos, sino también de deberes, de responsabilidad personal. Esta voz ha desaparecido de Europa...". Es una observación que no le hubiera resultado extraña a Tocqueville, el gran filósofo de la democracia y defensor de la trascendencia de la cultura en las sociedades. "El despotismo -escribió el autor francés- puede sobrevivir sin fe, pero no la libertad". La religión constituiría así «la primera de las instituciones políticas" -como recuerda Himmelfarb-, a pesar de que no lo sea en un sentido estricto, sino más bien ese espacio previo a las costumbres, los ritos y las obligaciones.

En un mundo desacralizado como el nuestro, más que a la religión debemos referirnos a las creencias: a la calidad de las mismas y a su papel cohesionador de las naciones. Sin duda, la pregunta por las creencias mide el valor de nuestras obligaciones. El narcisismo, por ejemplo, con su tendencia ombliguista, alimenta la revuelta identitaria que divide a los ciudadanos. La temible rebelión de las elites nos invita a preguntarnos -permítanme la ironía- por qué los ricos deben financiar con subsidios a los desfavorecidos. ¿Acaso no es cada uno responsable de su propio éxito y de su propio fracaso? ¿Y no sucede del mismo modo también entre países -Alemania frente a la Europa del sur- o entre regiones? ¿Puede considerarse el nacionalismo una fe? Cabe pensar que, en una época marcada por la secularización, la ideología constituye el marco principal desde el que se interpreta la realidad.

Por eso mismo, y porque ningún régimen político puede sobrevivir sin una legitimidad previa que lo cohesione, es por lo que resulta tan importante conocer la letra pequeña de los mitos que nos sustentan. Vivimos dentro de un mundo de sombras que sólo es real a medias. Podemos creer que disfrutamos del mejor de los lugares conocidos -de hecho, nunca antes el progreso había llegado a tantas partes del globo- y, al mismo tiempo, sentir que la situación actual es literalmente insoportable. Podemos llenarnos la boca con la palabra "solidaridad", pero votar a partidos que no quieren transferir financiación a las regiones más necesitadas. Se puede criticar el adoctrinamiento religioso en nombre de la libertad y no darse cuenta de que también hay un laicismo agresivo que niega la autoridad personal de la conciencia. Se puede defender el pluralismo cultural y, al mismo tiempo, limitar su práctica cuando te afecta personalmente. Se pueden, en efecto, reivindicar derechos, olvidando que a todo derecho le corresponde un deber de igual o mayor importancia.

"No preguntes lo que Estados Unidos puede hacer por ti. Pregúntate qué puedes hacer tú por tu país" es la conocida frase que empleó Kennedy en su discurso de toma de posesión. Apela a lo mismo que nos recordaba Weiler en Barcelona: la democracia necesita subrayar el valor del deber tanto como el de los derechos. Durante años, la religión desempeñó el papel de Pepito Grillo que obligaba a no mirarse continuamente el espejo. Recuperar esa voz perdida -la de la responsabilidad personal, la entrega y el deber- es fundamental si no queremos quedar presos de nuestras contradicciones.

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