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Poema 1176

No sé dónde, entre las convocatorias de la manifestación feminista de ayer, me encontré con una frase de Emily Dickinson: "Ignoramos nuestra verdadera estatura hasta que nos ponemos en pie". La frase me sonaba de algo, y cuando me puse a buscar entre los poemas de Dickinson, me la encontré en los dos primeros versos de uno de los poemas de su última época, el denominado "Poema 1176". En vida, Emily Dickinson sólo llegó a publicar una docena de poemas que casi nadie leyó, y hasta cuatro años después de su muerte no se publicó una selección de sus 1.800 poemas, muchos de los cuales no tenían título y ahora se conocen por el número que se les asignó cuando se publicaron. Pero el poema de Dickinson no decía exactamente lo mismo que la frase que se le atribuía. Porque los dos primeros versos del poema dicen "No sabemos lo altos que somos/ hasta que 'nos ordenan que' nos pongamos en pie". Otras versiones de este último verso lo traducen así: "Hasta que somos llamados a ascender". En cualquier caso, en el poema de Emily Dickinson la persona -o quien sea que se esconda tras los enigmáticos versos de ese poema 1176- no se pone en pie por propia voluntad. En la adaptación que se ha difundido estos días -y que se ha convertido en un lema del feminismo-, la persona se pone en pie por voluntad propia.

La diferencia es importante, sobre todo si pensamos un poco en la vida de Emily Dickinson, que vivió como una reclusa sin salir apenas de la casa de sus padres en Amherst (en Massachusetts). La única foto que conocemos es un deguerrotipo que le hicieron a los 18 años cuando estudiaba en un seminario para señoritas El tiempo que pasó, cuando tenía 17 años, en un seminario para señoritas -una especie de colegio universitario femenino- que estaba a veinte kilómetros de su casa. Aparte del año que vivió en ese seminario y de un breve viaje a Filadelfia, Emily Dickinson apenas salió de su casa. Su vida, por lo demás, fue un enigma. Parece que se enamoró de un predicador al que vio una vez en una iglesia, y cuando el predicador se fue a vivir a San Francisco, Emily Dickinson decidió vestir siempre de blanco. Hay quien dice que se enamoró de su cuñada -a la que dedicó varios poemas-, pero tampoco se sabe si eso es verdad o no. Lo que está claro es que le costaba mucho relacionarse con la gente. Otro clérigo que la vio dos veces en su vida la definió como "rara y monjil". Y cuando le preguntaban por qué escribía poemas, decía que los escribía "como un niño ante el cementerio, porque tengo miedo". En otra carta, decía que sus amistades eran "las colinas y el ocaso, y un perro grande como yo misma que me compró mi padre. Son mejores que los seres humanos porque saben pero no dicen". Para su época, Emily Dickinson vivió bastante -56 años-, pero al morir sólo la conocían sus familiares y un pequeño círculo de personas que se habían escrito con ella pero a las que apenas había visto. En su entierro, alguien leyó un poema de Emily Brontë.

Si se piensa en la vida de Emily Dickinson -la reclusa encerrada en su casa y vestida de blanco, la autora de unos poemas enigmáticos que a menudo no sabemos muy bien ni qué dicen ni a quién se refieren-, es difícil imaginarla como un referente para el movimiento feminista. Pero Emily Dickinson ya lo es. Igual que las hermanas Brontë o Jane Austen o Mary Wollstonecraft -la autora de Frankenstein-, ha inspirado películas -la última, protagonizada por Cynthia Nixon, una de la actrices de Sexo en Nueva York- y obras de teatro protagonizadas por Julie Harris y Claire Bloom. Y para ser una mujer que apenas salió de su casa y que temblaba como si tuviera un ataque de fiebre cada vez que tenía que recibir a un forastero, se han escrito miles de páginas sobre ella y ha ejercido una influencia poética difícil de entender si se tiene en cuenta que Dickinson hablaba en sus poemas del alma y del más allá y de la soledad y de la muerte.

Y lo más curioso es que esa mujer solitaria que vivió recluida casi sin ver a nadie haya llegado a convertirse en un modelo para muchas feministas. Pero estoy seguro de que a Emily Dickinson -si pudiera ver esa convocatoria que se ejercía en su nombre- no se molestaría demasiado. Quizá le molestaría el griterío, quizá le molestaría la chabacanería y la vulgaridad de algunos lemas y de algunas consignas, quizá le molestarían las exageraciones y las mentiras, pero la imagino asomada a un balcón, vestida de blanco, mirando con los ojos muy abiertos esa muchedumbre de mujeres que llenaba las calles.

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