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Antonio Papell

El relato onírico de los soberanistas

La vista oral que está discurriendo por el Tribunal Supremo se ha desdoblado desde el principio en dos secuencias diferentes, cada una de ellas con sus correspondientes narrativas. Por un lado, los procesados que están decididos a defenderse con las leyes en la mano intentan llevar al tribunal al convencimiento de que las infracciones cometidas son de menor entidad -pudo haber desobediencia, reconocen, pero en modo alguno violencia ni, por lo tanto, sedición o rebelión-; de que podría considerarse que los hipotéticos delitos lo fueron como mucho en grado de tentativa; de que no hubo malversación (los caudales invertidos fueron aportados por patriotas privados) y de que en el fondo se están juzgando unos hechos de menor cuantía, que deberían solventarse con pequeñas penas.

Por otro lado, quienes tienen en mayor grado una concepción mesiánica de su papel están empeñados en sostener el relato imposible de que ellos no hicieron más que cumplir el mandato popular, el deseo explícito de la ciudadanía, que debe sobreponerse a cualquier constricción legal o constitucional y que de ninguna manera puede ser considerado delito ni castigado como tal. La verdadera democracia consistiría para ellos en acatar dicho mandato vehemente y cargado de épica (un mandato sólo detectado por los iniciados), fueran cuales fuesen los procedimientos, y aun ignorando la legalidad vigente si estuviera en contra de tales designios. En este capítulo cabe inscribir a los iluminados Junqueras y a Forcadell.

A caballo de esta dicotomía, el proceso, sabiamente conducido por Manuel Marchena, sigue su curso, y vamos todos adquiriendo -también el tribunal, por supuesto- el acúmulo de información que nos permite conocer qué ocurrió. Hemos confirmado que Puigdemont y su grupo de colaboradores encargados de organizar el referéndum consiguieron anular a los mossos, la fuerza pública que tenían a su mando -esto es probablemente lo más grave de cuanto se ha conocido-, que se plegaron a la causa autodeterminista y aparecieron en los centros de votación para ampararla y no para impedirla. Poco a poco, se está calibrando además el tono del golpe de mano, se va apreciando si hubo o no violencia y en qué grado, etc.

Pero paralelamente a este proceso, se va construyendo el relato de los hechos que el nacionalismo incluirá en sus subjetivos libros de historia. La sociedad catalana -la sinécdoque, que consiste en tomar el todo por la parte, se aplica indubitablemente en este caso- había mandatado, de forma suficiente explícita, a sus representantes para que arrancasen la independencia de Cataluña, liberándola así del Estado opresor que la mantenía cautiva desde muchos siglos atrás, y tales delegados, henchidos de convicción democrática y de verdadero patriotismo, marcharon en esta dirección desoyendo arcaicas constricciones constitucionales que no tuvieron en cuenta la llamada del pueblo hacia la consumación de su destino.

La postura de Forcadell, asegurando que ella, desde la presidencia del Parlament, no tuvo más remedio que tramitar las descabelladas leyes de desconexión que facilitarían la independencia tras el plebiscito no son más que el reconocimiento de la inexorabilidad del sino que le correspondía, que llegaba a lomos de una predestinación mágica y superior.

En el fondo, era la misma actitud que la de Puigdemont, quien, persuadido de ser el intérprete cabal de la voluntad popular, no podía negarse a que fluyera la afirmación democrática de la soberanía. El mesianismo arrogante de tal actitud, enmascarada en una servicialidad falsa y mendaz, es el que siempre han exhibido los dictadores, que se consideran a sí mismos providenciales, y que se ven obligados a allanar los obstáculos -léase leyes democráticas- para que las objeciones pusilánimes no impidan alcanzar los magnánimos objetivos que colmarán la autorrealización colectiva de los ciudadanos y la autodeterminación personal de cada uno de ellos sin cortapisas ni frenos.

Nada nuevo hay bajo el sol, y estas tesis aparentemente novedosas son tan viejas como el mundo. Pero la realidad es terca: no hay democracia sin estado derecho, no hay justicia ni libertad si no es bajo el imperio de la ley justa, elaborada democráticamente en tiempo y forma. Todo lo demás son pamplinas del manual revolucionario, que hace mucho tiempo perdió su predicamento.

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