Joan RieraHa sido la semana de los cambios de camiseta política. Joan Mesquida, que hace un año se quitó la roja del PSOE, se enfunda la naranja de Ciudadanos. José Ramón Bauzá madura del azul al naranja en pocas semanas. Antoni Camps ha esperado hasta el último partido de la temporada para anunciar su traspaso del PP a Vox. Nada sorprendente. Matías Vallés llamaba a Mesquida "el conseller del PP" cuando era responsable de Hacienda en el primer Govern de Francesc Antich y Cs no existía. Bauzá era esperado por Vox y acaba en Cs, lo que siembra dudas sobre dónde está el centro. Camps se ha distinguido a lo largo de su dilatada carrera política por alinearse con el ala más derechista y bronca de la formación conservadora.

Los tránsitos políticos se repiten con cierta asiduidad pese a que nadie ha demostrado que supongan un gran rédito electoral para los partidos que cobijan a los fichajes estrella. En eso se parecen al fútbol: por cada éxito se cuentan diez fracasos.

La historia está llena de grandes, medianos y pequeños estadistas que se acostaron en la derecha y despertaron en la izquierda o viceversa. Uno de los ejemplos más notables es el de Winston Churchill, que fue conservador en 1900, se pasó al campo liberal cuatro años después y volvió al redil tory en 1924. Su habilidad con las palabras le permitía explicar tanto trasiego: "Algunos hombres cambian de partido por el bien de sus principios; otros cambian de principios por el bien de sus partidos".

Otro ilustre, Antonio Maura, se estrenó en el campo liberal en 1881 y dos décadas después se pasó al conservador. Con esta camiseta fue cinco veces presidente del Gobierno.

La democracia española, con apenas cuarenta años de historia, cuenta con una variada y abundante fauna de especies mutantes: Francisco Fernández Ordóñez -que dejó un recuerdo imborrable en el celler sa Premsa durante su paso por la delegación palmesana de Hacienda-, Rosa Díez, Irene Lozano, Toni Cantó, Rosa Aguilar, Cristina Alberdi, Jorge Semprún... Quizás el récord evolutivo esté en manos de Jorge Verstrynge. Comenzó en el neofascismo francés, fue secretario general del Partido Popular, militó en el PSOE a partir de 1988 y acabó siendo asesor de Izquierda Unida.

En Balears sólo tenemos un caso comparable al de Verstrynge: Cristòfol Soler. Comenzó en la democracia cristiana, fue presidente del Govern con el PP y hoy es la cara más conocida del independentismo. Sin acometer un cambio tan radical, un puñado de personajes públicos de las islas se han mudado de bando: Damià Ferrà-Ponç, Xisco Quetglas, Carles Ricci o Jaume Peralta -que siendo elegido en las filas socialistas dio el Consell de Menorca al PP y fue generosamente compensado por ello- son algunos ejemplos notables.

Los fichajes estrella como los protagonizados por Mesquida, Bauzá y Camps son fuegos de artificio que se utilizan al principio de la campaña. Su incidencia real en el voto es nula o mínima. El PSOE siguió perdiendo en Balears con la incorporación de Damià Ferrà-Ponç. El independentismo continúa bajo mínimos pese al estrellato de Soler.

Los felones, calificativo que les dedican desde el partido cornudo y apaleado, no han gozado históricamente de fama ni éxito. Los soldados que entregaron a Viriato fueron despreciados con un "Roma no paga a traidores". Agripina conspiró contra toda la familia y acabó con el vientre rajado. La formación de acogida les declara apestados si las urnas son desfavorables. Y, aunque los vientos electorales soplen a favor, no conviene que Bauzá y Camps se hagan ilusiones ni que Mesquida sueñe demasiado con el ministerio del Interior.