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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Junto a Platón

Sin una cultura de la ejemplaridad, la democracia seguirá deshaciendo el camino de las virtudes que le son propias

El viejo Platón admiraba a su maestro Sócrates e intuía el fulgor deslumbrante de las ideas puras. Sabía que, sin ese deseo de emular la excelencia, el hombre y las sociedades se degradan rápidamente. De Sócrates había aprendido una forma de indagar la verdad llamada "mayéutica", que dejaba en evidencia la retórica hinchada de los lugares comunes; pero también había descubierto cuáles eran los riesgos de esta práctica: el destino del filósofo que persigue el anhelo de la verdad es la muerte a manos de un tribunal político, como fue el caso de su maestro, condenado a beber la cicuta. El testimonio de Sócrates le hizo pensar que el arte del sofisma es virtuoso si sirve para ennoblecer al ciudadano y dañino cuando emponzoña su alma. Las distintas tradiciones filosóficas han tenido que enfrentarse a ese dilema: ¿cómo nos relacionamos con la verdad? ¿Y cuánta puede soportar el hombre? Griegos y judíos optaron por rechazar el credo de una verdad desnuda y, a menudo, despiadada. La alternativa, aunque imperfecta, eran las estructuras intermedias: las instituciones y las leyes, el ágora y la representación, los mitos y las creencias nobles. Sin embargo, para que fueran operativas, dichas estructuras debían permanecer en relación con ese mundo de las ideas que tanto admiraba Platón. Si la libertad absoluta es imposible, el humus cultural, las leyes y las instituciones deben favorecer el cultivo de una responsabilidad que haga posibles espacios cada vez más amplios de autonomía. Si la igualdad es deseable -y Aristóteles sostenía que en la desigualdad social se encuentra el origen de muchos vicios de la democracia-, los gobiernos deben impulsar aquellas medidas estabilizadoras que atenúen las diferencias de clase. Si tras de la razón se ocultan monstruos -como intuyó en uno de sus célebres grabados Francisco de Goya-, no podemos olvidar que la salud de los pueblos reside en la amistad que ilumina las razones concretas de cada persona. Sin esa memoria del bien común que es fruto de la amistad, las sociedades se enfrentan y se dividen, languidecen y enferman. A Platón no le hubieran sorprendido nuestros males.

Aprender desde la imitación significa reconocer nuestra indudable sociabilidad. Crecemos queriendo parecernos a nuestros modelos. Cuanto más elevados sean, más prosperará un país. Pierre Manent explica que la República francesa tomó de la aristocracia su norma lingüística, de modo que en las escuelas públicas se enseñaba un idioma depurado y lleno de matices, heredero del Gran Siglo francés: de Corneille a Racine, de Molière a Pascal. Siguiendo a Platón, la educación se convertía así en un ejemplo de la excelencia que se quería transmitir. La lección es que las figuras importan y que no es lo mismo vivir en una sociedad que convertido el resentimiento, el rencor y las sospechas en la causa de su esperanza de justicia que hacerlo en otra cuyos mitos fundacionales miran hacia una cultura que nos estimula y alienta constantemente. No es igual escuchar las voces que moralizan desde las emociones y que reivindican el dictado de los instintos, negando cualquier otra certeza, o poner estas emociones y estos instintos al servicio de verdades más elevadas. No es lo mismo desconfiar de los hombres que confiar en ellos, a pesar de todas nuestras dolorosas imperfecciones. Sin una cultura de la ejemplaridad, la democracia seguirá deshaciendo el camino de las virtudes que le son propias. Y de ahí a su ruina hay apenas un paso.

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