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Matías Vallés

Frankenstein contra Franconstein

El maniqueísmo obligatorio y la palpable debilidad de los candidatos plantea las elecciones en ciernes como un duelo de monstruos decimonónicos

El debate preelectoral se centra en la virtualidad del estrambótico Gobierno Frankenstein, frente a la pujanza del marcial Gobierno Franconstein. El maniqueísmo genéticamente instalado, y la palpable debilidad de los candidatos, plantea los comicios en ciernes como un duelo de monstruos decimonónicos. Los trolls y los bots rusos encargados de manipular los resultados se enfrentarán a problemas de nomenclatura, aunque se agradece cualquier ayuda exterior para desentrañar un mapa político español que requiere un manual de instrucciones.

Las elecciones arrancan solo con dos certezas absolutas. En abril se instalarán en el Congreso una treintena de diputados nacionalistas, capitales para esculpir Gobiernos y de ahí la vigencia de Frankenstein. La segunda evidencia apunta a la imposible mayoría absoluta de las fuerzas de izquierdas, un sueño que solo puede verse empeorado si los partidos implicados pretenden alimentarse de su vecino ideológico. El PSOE convaleciente se enfrenta al dilema de succionar votos de Podemos, a costa de dejar a los antisistema con chalé inservibles para una alianza. Un vals letal entre la simbiosis y el parasitismo.

Frankenstein es un monstruo con barba, que aspira a la superioridad moral. Franconstein es el Franco que ríe, la sonrisa permanente de Pablo Casado empieza a exasperar a sus partidarios. En tiempos atribulados, la nomenclatura reclama su papel esencial. Por separado, PP y Ciudadanos son partidos homologables a la derecha pura europea. Ahora bien, su conjunción con Vox obliga a pluralizar en las ultraderechas. Los populares no pueden pretender que el "felón" Sánchez se halla contaminado de independentismo, al mismo tiempo que los conservadores quedan inmaculados tras retozar con la ultraderecha.

La resolución de las generales obliga a recurrir a los algoritmos. La primera hipótesis plantea que PP, Vox y Ciudadanos superen la barrera de los 175 diputados. Sin descuentos, o 176 o nada. En tal caso, game over, y el país saltará del postfranquismo al neofranquismo. Por tanto, el PSOE es el partido más votado que no ganador según las encuestas, pero las ultraderechas dependen de sí mismas para alcanzar La Moncloa. El problema es que el parcial CIS interpreta Andalucía como un espejismo, en su sondeo tras las elecciones, y que cada voto que arranca Vox procede de la marca popular. Se aplica aquí la misma interpretación que en el parentesco de PSOE y Podemos.

En aras de la neutralidad que impone la Junta Electoral, cabe recoger la hipótesis de que las ultraderechas se queden por debajo de los 176 diputados. En esta hipótesis, vuelta a la casilla de salida. Las urnas habrán sido estériles, más allá del significativo detalle de consolidar a Sánchez. O de recortar sensiblemente la cosecha del PP, en beneficio de Vox. El peligro de reeditar a Frankenstein obligará a Franconstein a recrudecer las acusaciones de "alta traición". Las negociaciones del PSOE con una Esquerra disparada en las urnas pueden quedar estancadas, como ya ocurriera en los Presupuestos. Ni siquiera el indulto masivo a los condenados del procés garantizará la salida del atolladero. ¿Nuevas elecciones, y así sucesivamente?

(Párrafo irónico). Si las ultraderechas no suman, y ante el panorama de una iteración infinita de las elecciones, se reproducirá la solución que tan buen resultado diera en otoño de 2016. El PP imitará la generosidad mostrada en aquella oportunidad por más de setenta diputados del PSOE, que facilitaron con su abstención la investidura de Rajoy, porque cualquier solución era preferible al atasco institucional. Si los socialistas quedan por delante en el recuento, proliferarán los columnistas conservadores que reclamarán el sacrificio de los populares, en aras de la gobernabilidad. (Fin de la ironía).

En el próximo Congreso convivirán un mínimo de treinta diputados de ultraderecha sin el camuflaje del PP, junto a la misma cuota de independentistas. Habrá que circular por la cámara con cinturón de seguridad. Como en el musical King-Kong que ha rendido a Nueva York, tanto Franconstein como Frankenstein están gobernados desde el interior y a la vista del público por dos políticos de generaciones diferentes, Aznar y Sánchez. El triunfo absoluto de las ultraderechas materializaría, gracias a los esteroides de Vox, el sueño aznarista de la hegemonía de PP y Ciudadanos.

A los mandos de Frankenstein, el presidente del Gobierno acumula logros minúsculos que a su partido le cuesta reconocer. Nadie hubiera imaginado en 2016, cuando González, Guerra y otras luminarias apostaban por apoyar a ciegas a Rajoy, que el desmedrado Sánchez acabaría la legislatura en La Moncloa. Ni que clausuraría la sangría de votos hacia Podemos, o que se situaría en cabeza de los sondeos. Para su desgracia, retó al verdadero Franco y ahora puede ser devorado por Franconstein.

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