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Camilo José Cela Conde

Pacifismo (o no)

El exconseller de la Generalitat de Cataluña Jordi Turull ha sostenido en el Tribunal Supremo que la intención de su gabinete fue la de dar una salida política y pacífica al movimiento independentista. Nadie lo duda. Habría sido un chollo lograr la independencia, que es lo único que significa en el fondo eso de dar una salida, de manera no sólo dialogada sino hasta cordial, como dos amigos que se despiden con palmaditas en la espalda.

Pero cada vez que el presidente Sánchez, por propia boca o por la de sus ministros, ha planteado en serio el diálogo se ha encontrado con la misma respuesta: de lo único que hay que hablar es de cómo llevar adelante el proceso soberanista. Y desde que en la muy famosa sesión del día 10 de octubre de 2017 el Parlamento de Cataluña firmó la declaración unilateral de independencia para, a continuación, suspenderla, quedó muy claro que la salida "política" es sólo esa; una por completo contraria a lo que establece la Constitución española, que obliga a todas sus comunidades autónomas, incluida Cataluña, a respetar las normas básicas que contiene. Para negociar la independencia de manera política y pacífica sería preciso antes plantear un cambio constitucional. Pero eso, que yo sepa, no lo ha hecho ningún gobierno autonómico catalán, ni el presidido por Torra, ni el que aplaudió la unilateralidad del 10 de octubre de 2017 ni, ya digo, ningún otro.

Siendo así, parece obvio que las intenciones de lograr la independencia por una vía política se vuelven papel mojado. Pero la cuestión esencial es si también queda en nada en ese caso la voluntad declarada por Turull de una salida pacífica. ¿Aparece la violencia de forma obligada una vez que queda claro que el enfrentamiento es inevitable?

A partir del referéndum del 1º de octubre de 2017 se han producido numerosas acciones en favor del impulso soberanista que no siguieron ni querían seguir el camino indicado por Turull. Si alguna de ellas tuvo la condición violenta que se liga al delito de rebeldía es algo que deberá decidir el Tribunal Supremo; de poco sirve a estas alturas que en esta columna o en cualquier otra se defienda que sí o que no. Pero lo que parece evidente es que la voluntad de llevar adelante un proceso político y pacífico es, dentro del contexto de los sucesos que llevamos viendo desde hace año y medio, un puro deseo que se vio devorado por los acontecimientos. Sin que sea fácil ver cómo cabría volver a la casilla de salida.

Ni la aplicación del artículo 155 de la Constitución ni el diálogo para discutir la independencia sin tocar la Carta Magna son soluciones. En cualquier caso, tampoco sirve de nada refugiarse en las voluntades. Ahora son necesarios los planteamientos pragmáticos, no los deseos seráficos. Pero, por mucho que se busque, cuesta trabajo encontrar un mínimo de pragmatismo entre los protagonistas políticos de que se dispone hoy tanto en Cataluña como en el resto de España.

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