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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

El final de la aventura

Con el rechazo al proyecto de presupuestos del Estado para 2018 y la consiguiente necesidad de la convocatoria electoral (presumiblemente dada a conocer en el día de hoy) se pone punto final a un inviable gobierno del PSOE. Era inviable desde el primer intento de Sánchez en 2016, abortado por el comité federal de su partido, hasta el éxito de la moción de censura de 2017 que acabó con Rajoy. La moción contemplada en la Constitución es constructiva, es decir, el candidato propuesto deberá obtener el respaldo del Congreso a su programa de gobierno. Sánchez tuvo el respaldo de su partido, de Unidos Podemos, del PNV, de Bildu y de ERC y PDECAT, estos dos últimos los protagonistas de los sucesos del 6 y 7 de setiembre y 27 de octubre de 2017, leyes de desconexión y proclamación de la república catalana que dieron paso a la aplicación del artículo 155 de la Constitución. El gobierno de un partido que cuenta con 84 diputados de un total de 350. Un gobierno imposible, como se ha demostrado, en una aventura concebida como una campaña electoral para entronizar definitivamente a Sánchez en la que se han sucedido los golpes de efecto con escaso recorrido hasta ahora, sea la exhumación de la momia de Franco, como anunciábamos desde julio, una reforma constitucional para acabar con los aforamientos, que debía aprobarse en un mes, de la cual nada más ha vuelto a saberse, unos impuestos a las grandes empresas, que tampoco, una subida del salario mínimo que supuestamente amenaza la creación de unos cien mil empleos, y unas previsiones de ingresos cuestionadas por la Comisión Europea que, con las subidas de las pensiones y otros incrementos de gasto disparaban el déficit y la deuda pública española. La filtración por Torra el jueves de la semana pasada, del documento de los veintiún puntos, que incluían la discusión en la mesa del diálogo, ya no se sabe si en una mesa de partidos de Cataluña o estatal, del derecho de autodeterminación, una mediación internacional en el diálogo en la mesa de partidos de igual a igual entre Cataluña y España, el abandono de la vía judicial, o la discusión sobre la monarquía, provocó la ruptura del diálogo por parte del gobierno y las enmiendas a la totalidad al presupuesto que han supuesto su rechazo.

El compromiso de Sánchez antes de la moción era convocar cuanto antes las elecciones. Ahora tendrá que hacerlo contra su voluntad, a rastras, obligado por quienes le votaron para presidente. Así se comienza con el segundo acto de la tragicomedia de Sánchez, la campaña electoral propiamente dicha, en la que su actor principal va a interpretar un libreto contrario al del primer acto. De su mano tendida y del esfuerzo empático para comprender al otro va a pasar a un gélido distanciamiento. De su acuerdo en solucionar políticamente un problema político desde la izquierda y con la compañía de Podemos, a presentarse como la única opción moderada entre las extremas derechas aliadas con Vox y el irredentismo nacionalista aliado con el populismo de Podemos. Presentará su proyecto presupuestario como la apuesta definitiva para resarcir a la ciudadanía de los sacrificios impuestos por Rajoy. El tercer acto comenzará con el resultado de las elecciones y con un protagonista que todavía no podemos ni conjeturar, aunque algunas encuestas apuntan a una ligera ventaja del centro-derecha. Sabremos si es el final de la aventura y el comienzo de algo más sólido o si, como sociedad, continuamos con el aventurerismo, dirigidos por Sánchez o por otro dotado de similares ambiciones personales.

Pero esa tragicomedia de Sánchez, que ha incluido algunos lances de comedia bufa protagonizados por Torra y, en algunos casos por la inefable vicepresidenta Calvo, no es sino un impresionante enredo temporal inscrito en el drama mayor de la colisión de una democracia imperfecta como la española, atenta más al poder partidario que al de los ciudadanos, enferma de partitocracia (cuyos defectos podrían subsanarse con puntuales reformas constitucionales, como la reforma del poder judicial, del Senado, el cambio del sistema electoral, de la circunscripción electoral, la reforma del título octavo), una democracia cuyos principales actores se reclaman herederos de la Ilustración, con el irredentismo nacionalista existente en Cataluña y el País Vasco. Decía Popper, curiosamente condecorado por Pujol, que "no sería nada claro por qué habría de aceptarse la nacionalidad como una categoría política fundamental, más importante, por ejemplo, que la religión, el nacimiento en cierta región geográfica, la lealtad a una dinastía, o un credo político como la democracia? El principio del Estado nacional no sólo es inaplicable sino que nunca ha sido concebido con claridad. Es un mito, un sueño irracional, romántico y utópico, un sueño de naturalismo y colectivismo tribal". Conviene entender bien la naturaleza del reto con el que como sociedad democrática nos enfrentamos. Un reto como ningún otro desde 1978. La escenografía de este drama se desarrolla en estos momentos en la sede del Tribunal Supremo, donde todos los actores, Junqueras el que más, son conscientes de que en él se decide, no sólo su futuro personal, sino en buena medida también el futuro de Cataluña y del conjunto de España. Llámenme atrevido, pero conjeturo que el final del drama en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos es decisivo no sólo para España sino para el conjunto de Europa.

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