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Antonio Papell

El conflicto catalán en el banquillo

Ya se ha dicho reiteradamente desde las principales fuentes constitucionalistas que en la vista oral que comenzó ayer en la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, bajo la presidencia de su titular, Manuel Marchena, con doce acusados en el banquillo, varios prófugos en rebeldía y más de 500 testigos, no se juzgan ideas sino comportamientos, hipotéticas transgresiones de la legislación vigente, cometidas por representantes de las instituciones ejecutiva y legislativa catalanas así como de la sociedad civil.

En otras palabras, se reprocha a los encausados no que sean independentistas sino que hayan promovido un desafío independentista al Estado que, tras el remedo de referéndum convocado por Artur Mas el 9N de 2014 culminó con la Declaración Unilateral de Independencia del 27 de octubre de 2017. ¿Hubo actuaciones violentas que condujeron a aquel desenlace o las movilizaciones no tienen entidad para ser consideradas elementos de una rebelión? ¿Se declaró efectivamente la independencia catalana o aquel confuso pronunciamiento de Puigdemont no pasó de ser un acto simbólico? ¿Se desobedeció reiterada y planificadamente al Tribunal Constitucional? Los delitos que se barajarán son rebelión, sedición, malversación, desobediencia? sin olvidar la "gama de grises": tentativa de rebelión o de sedición, mucho menos gravosos. La calificación de la Fiscalía, absolutamente independiente (la negativa del Gobierno a presionar sobre ella ha sido motivo de la ruptura política entre el Gobierno y los grupos independentistas), no coincide con la más liviana de la Abogacía del Estado, esta sí vinculada a la voluntad gubernamental.

El Tribunal, por su parte, conoce perfectamente su cometido: debe mantener escrupulosamente ese criterio de determinar si en las acciones que se juzgan hubo infracción penal, sin entrar a valorar los móviles ideológicos. Pero, además, debe ser convincente, ya que con total seguridad los representantes de los encausados utilizarán todos los ardides imaginables, perfectamente legítimos por otra parte, para tratar de demostrar la inocencia de sus clientes, que no habrían sido instigadores de un golpe de estado -que según Kelsen es el paso de un régimen a otro sin respetar las reglas del primero- sino personajes políticos en ejercicio intentando aplicar sus programas electorales. De otra parte, sería antijurídico que la acusación particular, ejercida por Vox, se convirtiera en un altavoz ideológico de este partido, cuyas estridencias podrían acabar desnaturalizando la lógica interna del proceso. Los miembros del Tribunal tienen oficio suficiente para impedirlo.

Será inevitable que los siete curtidos magistrados, todos ellos de reconocida solvencia y profesionalidad, tengan presente las repercusiones de toda índole que alcanzarán sus decisiones, tanto en el plano político interno -en el que, además de decidirse el destino de los encausados, se sentará jurisprudencia sobre los límites de quienes pretendan un cambio de régimen- como en el terreno europeo: con toda seguridad, la sentencia del Supremo habrá de ser convalidada en Estrasburgo, y aunque no tenga nada de particular que la última instancia jurisdiccional -que lo es porque España voluntariamente se somete a ella a través del los Tratados- diga lo que tenga que decir, no contribuiría precisamente al prestigio de la judicatura española una discrepancia de fondo con el tribunal europeo. Ya se sabe que España no es de los países que más conflictos ha tenido con el TDHE, pero en este caso, una desautorización rotunda de la justicia española sería muy difícil de manejar políticamente por las demás instituciones del Estado.

Ha escrito recientemente Lopez Burniol que el hecho de que este juicio tenga lugar es un gran fracaso de la política española. Tiene toda la razón, porque si los independentistas se han salido de madre, los políticos y las instituciones del Estado tampoco han estado a la altura en la cuestión catalana desde comienzos del milenio (la lista de errores sería interminable): pero el asunto ya no tiene vuelta atrás. Una vez más, como ya ha ocurrido con la erradicación quirúrgica de la gravísima corrupción política en este país, los jueces tienen que realizar las tareas comprometedoras que los otros poderes del Estado no han sido capaces de ejecutar. Ojalá acierten también esta vez de forma que todo sea más fácil en el futuro.

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