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Pros y contras del aburrimiento

Fue la imperiosa llamada de auxilio -"¡Me aburro! ¿Jugamos?"-, proferida por mi nieto de cinco años, lo que ha dado pie a la presente digresión. Espera un ratito -le contesté-. "¡No! ¡Ahora! ¡Me aburro mucho!". Y es que, a diferencia de la edad adulta, en la niñez se sufre el tedio en estado puro, sin prolegómenos; posee al afectado por entero y el eventual remedio no admite demora.

Me lo quedé mirando y advertí en él la urgencia que los mayores compensamos levantando la vista al cielo para evadirnos de esa conversación sin interés y que a mayor inri se adivina interminable o, lo que puede suponer todavía mayor agobio, intentando sin conseguirlo escapar de una cotidianidad sin brochazos de sorpresa. Sin embargo, y pasados los años de infancia, el aburrimiento adecuadamente sobrellevado tiene también indudables ventajas y es que lo previsible, por repetido o esperado, no acelera el corazón, permite atender un par de cosas a la vez (división en la atención que a algunos nos cuesta lo que no está escrito) y, no menos importante, propicia un sueño reparador.

El hartazgo, el cansancio, el hastío por esas rutinas que pueden hacer de la jornada una pejiguera que anticipa la que vendrá y calcada del día anterior, pueden en contrapartida ser añorados si se prevé un ajuste en la plantilla laboral o nos vemos abocados a situaciones de difícil solución, de modo que, al igual que ocurre con muchos axiomas, ¡cuidado con huir del aburrimiento sin más! Esa es, seguramente, una diferencia sustancial respecto al que atenazó a mi nieto aunque, si omnipresente, pueda transformar la existencia en un cabaret sin rumba como pensaba, de su amiga, la protagonista en La nada cotidiana, una novela de la cubana Zoe Valdés.

¿Y a qué vendrá semejante rollo?, tal vez se estén preguntando, quizá presos ya del tedio. Y la respuesta será, cuando menos, doble. Por un lado, que incluso un nietecillo de corta edad puede estimularnos la reflexión y de otra parte que el tema, baudelariano donde los haya, el spleen, esa carcoma de grisura y falta de novedad, puede proporcionar contrapartidas para el bienestar. Reparen por un momento en el talante de los políticos y no me negarán que las polémicas en que se enzarzan los nuestros, copia literal de las escuchadas con anterioridad y un anticipo de las que seguirán, iguales a sí mismas y estimulantes únicamente de los bostezos, son preferibles a las ocurrencias de Trump o, de preguntar a esos venezolanos en el exilio, a las del líder -por el momento- de ése su país en el que muchos darían media paga (millones de bolívares, equivalentes a un par de euros) por el aburrimiento.

Contaba Goethe que un inglés se ahorcó por no tener que andar vistiéndose y desnudándose un día tras otro sin vislumbrar el final; insoportable monotonía aunque, para otros, lo ya sabido y repetido sea fuente de placer. Así, los luxemburgueses -y a nadie hasta aquí se le ha ocurrido tacharlos de infelices- tienen por máxima preocupación, al decir de Henry Miller en Los días de Clichy, la de decidir en qué lado del pan untar la mantequilla. Y en cuanto a Bélgica, según el ya citado Baudelaire, la vida era allí y en sus tiempos tan aburrida, que una breve estancia en el país podía devolver la virginidad al más voluptuoso. Queda por elucidar si esa habrá sido la razón de que anden por aquellos pagos, siquiera por recobrar la virginidad discursiva, tanto Valtonyc como Puigdemont.

Desinterés y fastidio, pues, dependen de la óptica; del proyecto entre manos y, como he señalado, también de la edad hasta llegar a esa en que "¡ay!, la carne está triste y he leído ya todos los libros". Pero de nuevo la antinomia porque, al decir de otro afamado escritor, "una vez muerto y enterrado, ¡cómo echaré en falta el aburrimiento!".

En cualquier caso, por colocar la pelota en el propio tejado y ya dejada atrás la infancia, los mayorcitos podríamos asumir que cualquier cosa cobra interés cuando nos proponemos sacarle partido. En esa línea, el aburrimiento se guarda en el arsenal de cada uno, lo que ignoro si tranquiliza o todo lo contrario porque la paciencia que entraña disfrutar con lo aparentemente anodino es virtud casi heroica.

Por todo lo anterior y en mi criterio, prácticos ante todo: a otra cosa cuando adormecidos a plena luz del día, desviar la vista del interlocutor si el escenario más allá de él o ella lo merece u oídos sordos cuando vuelvan los de siempre, dando la tabarra e intentando vender la moto de que con ellos todo iría mejor.

Y de preferir un entorno apacible para el aburrimiento y no tener nieto de por medio con quien jugar, Luxemburgo, ya digo. O Bélgica. Para imitar a los avisados y no dar puntada sin hilo.

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