El bienestar material de una sociedad se mide en buena medida por la abundancia y la calidad del empleo y por la solidez de las políticas de bienestar. El primero de los términos de la ecuación requiere el dinamismo propio de un fuerte tejido empresarial que invierta en capital humano, favorezca el emprendimiento y garantice la competitividad. El segundo nos habla de la fiabilidad de las instituciones y de una acertada y prudente gestión en las políticas públicas, que permitan suavizar los efectos nocivos de los ciclos económicos y abran un amplio horizonte de oportunidades a la ciudadanía. En una sociedad moderna ambos factores son necesarios y se necesitan mutuamente, como prueba la experiencia europea del último medio siglo.

El pasado lunes conocimos los primeros datos de empleo de este año, los cuales demuestran que el trabajo crece en Balears y que constituimos -junto con el archipiélago hermano de las Canarias- una de las pocas comunidades autónomas españolas capaces de superar las cifras de ocupados con que contaban antes de la crisis económica, iniciada hace ya una larga década. Son números que, en nuestro caso, llaman a un matizado optimismo de cara al futuro. Por un lado, prueban que la importante internacionalización de nuestra economía nos ha situado a la cabeza de España en lo que concierne a la recuperación. Por otro, que el convenio de hostelería firmado el año pasado, con subidas salariales por encima de la inflación, permitirá mejorar el poder adquisitivo de los trabajadores y repartir de un modo más equitativo los frutos del crecimiento. Una tercera clave a tener en cuenta es que la fuerte subida del salario mínimo interprofesional (SMI) -del entorno del 22%- beneficiará a cerca de 56.000 baleares y, junto con la subida de las pensiones y del sueldo de los funcionarios, supondrá una notable inyección al consumo en estas islas.

Son datos positivos, aunque insuficientes. Es cierto que en Balears hay un 4% menos de parados que hace un año y que la tendencia nacional, ralentizada por los primeros nubarrones de la ralentización, sigue siendo a pesar de todo positiva. Pero España, al igual que nuestra comunidad, sufre un grave problema de paro estructural debido a una infinidad de causas: escaso tejido industrial, excesiva dependencia de la construcción, rigidez en los modelos de contratación, falta de liberalización en algunos mercados y colegios profesionales, etc. Estas circunstancias conllevan además un efecto agravante: la destrucción masiva de empleo -muy superior al habitual en otros países de nuestro entorno- en periodos bajistas del ciclo económico, con las consecuencias correspondientes en el déficit y el endeudamiento nacional.

Sin duda, hay que aplaudir los buenos datos del empleo en Baleares conocidos esta semana, pero no deberían conducirnos a un optimismo ingenuo. Siguen siendo necesarias reformas sustanciales -en el mercado laboral, en la competencia, en la formación o en el ahorro, por citar unos ejemplos- capaces de afianzar la recuperación, mejorar el bienestar real de los ciudadanos, reforzar la viabilidad del sistema de Seguridad Social y, en definitiva, de hacernos más flexibles y resilientes ante crisis futuras. Esta agenda reformista la debe impulsar en gran medida el Gobierno de la Nación, pues suyas son la mayoría de las competencias; sin embargo, nos implica directamente a todos en nuestro ámbito de responsabilidades: en la administración autonómica y local, en las patronales y los sindicatos; como autónomos o asalariados. Reclamar "más y mejor empleo" debería, por tanto, constituir un auténtico objetivo de Estado.