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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Cabrera, Parque Nacional

Del mito a la realidad, la ampliación del Parque Nacional de Cabrera constituye una magnífica noticia que nos habla de nuestra especial responsabilidad con la naturaleza

En mi infancia, Cabrera era y no era Mallorca. La divisábamos desde el sur de la isla -ya fuera desde el cabo de ses Salines o desde es Trenc- como una sombra imponente sobre el horizonte. Todavía no era Parque Nacional, sino un campo de instrucción militar protegido por un destacamento de soldados. Se contaban historias legendarias sobre el lugar, algunas claramente inventadas -como que fue el lugar de nacimiento del general cartaginés Aníbal-, otras más verosímiles. El papa Gregorio Magno anota en una de sus cartas que allí se ocultaba un viejo cenobio, cuyos monjes se dedicaban más a la piratería que a la oración. Los berberiscos utilizaron el archipiélago cabrerense como base para rapiñar en Mallorca, por lo que al final las autoridades se vieron obligadas a construir un castillo en la bocanada del puerto para vigilar esta vía de paso. Cuando la Guerra de la Independencia, varios miles de presos franceses murieron en la isla sin poder huir de semejante cárcel natural. El mito de Cabrera se alimenta también de su exotismo, al que no es ajena su condición de espacio virgen, exento prácticamente de toda huella humana. Una noche en el bosque, mientras contemplábamos la constelación del Boyero, mi tío abuelo me habló del actor Errol Flynn, a quien había conocido allá por los cincuenta en su velero, ya prematuramente envejecido, enlazando una fiesta con otra como quien consume ansioso los últimos años de su vida. Me habló de aquellas noches en el mar de Cabrera, de los arroces y del alcohol que consumía. Cuando recuerdo sus palabras, pienso también en el destino de la memoria. Lo que vieron sus ojos se resguarda del olvido sólo gracias a estas palabras imperfectas que aquí se anotan, casi como una falsa imagen de la vida. Cabrera, por tanto, es también para mí ese lugar de la memoria que perteneció a la familia y que recibimos como una frágil herencia del pasado.

Desde que fue declarado Parque Nacional en 1991 no he regresado a la isla, pero me la imagino como entonces. Recuerdo los erizos de mar que poblaban la playa; la cantina de los militares; la atalaya del castillo, que habría podido inspirar la novela del conde de Montecristo. Recuerdo las rapaces y las gaviotas y la ausencia de arbolado, de bosque denso. Era el Mediterráneo en estado puro, sólo que más humilde. Y así seguirá siendo, icono ahora del ecologismo.

La decisión del gobierno de ampliar el espacio preservado de las diez mil hectáreas iniciales a más de noventa mil convertirá el archipiélago de Cabrera en una de las zonas protegidas más importantes del Mediterráneo. Más allá de lo que supone esta decisión para conservar nuestro ecosistema marino, o del importante mensaje medioambiental que se lanza a la sociedad y al resto de países de nuestro entorno, el paso adelante dado por el ejecutivo ilustra la creciente responsabilidad del hombre con su entorno. Tal y como plantea la hipótesis del Antropoceno -desarrollada de un modo especial en nuestro país por el profesor Manuel Arias Maldonado-, no es posible desligar ya la conducta humana del futuro del planeta. Proteger el territorio, reducir las emisiones, depurar las aguas, reducir los plásticos, preservar la diversidad de los ecosistemas€, todo ello forma parte indisociable de cualquier política llamada a perdurar en el tiempo. Gobierne quien gobierne.

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