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La fatalidad

Hay personas que viven sin olvidar el acecho constante de la fatalidad y para las que la fragilidad humana se les hace oficio o misión. Viven en el presentimiento de la catástrofe para evitarla o acudir en su auxilio, y hacen del cuidado su dedicación. En los que cuidan de los demás la humanidad tiene una sede ennoblecida de la pequeñez en la que la fatalidad nos hiere

Nuestra idea de fatalidad es muy distinta a la de los hombres del mundo antiguo. Para ellos se trataba del ineludible cumplimiento de lo que estaba escrito y suponía alguna clase de fuerza invencible que lo llevaba a efecto. Ese poder se asociaba casi siempre a los dioses y de ahí que la etimología latina de fatum remita a lo dicho (anunciado) o a lo escrito y a la ley divina. Sin embargo, en el mundo antiguo la idea del destino, ya fuera desgraciado o dichoso, no incluía la suposición de su justicia sino de lo decisivos que resultaban los caprichosos enconos o preferencias divinas.

Como ningún desenlace es más inevitable que la muerte, lo fatal y la fatalidad terminó refiriéndose a lo que la produce. Pero, además, para nosotros la fatalidad ya no es una necesidad que se sirve de la suerte, sino la suerte convertida en necesidad inevitable, tanto más fatal cuanto más improbable fuera la combinación de circunstancias precisas para su desenlace funesto: una madre joven que no ha viajado nunca y a la que su marido le regala un viaje romántico pero muere como la única víctima de una explosión accidental en una panadería de París; un niño de apenas dos años y acompañado por su padre que no puede evitar que la criatura se cuele por un agujero imposible e inaccesible; un niño que se ahoga con una uva de Noche Vieja.

Por eso, la perplejidad con la que sobrecoge la fatalidad también parece un agujero negro que nos paraliza horrorizados. Es como si lo fatal se satisficiera con enmudecernos y obligarnos a reconocer que no tenemos nada que decir al respecto que no sean quejidos y lamentos sin consuelo. Ciertamente, en esa parálisis del sentido hay algo penosamente universal que nos hace aprendernos entre nosotros como humanos.

Ante la fatalidad nos ocurre como a aquellos caníbales que tras perseguir enconadamente a un grupo de conquistadores, cuando por fin los tuvieron rendidos y llorando su amarga e inevitable suerte, se pusieron a llorar con ellos. Seguramente mientras los españoles huían y combatían fieramente no eran más que caza, pero exhaustos y rendidos penosamente a la fuerza ineludible de la fatalidad, debieron resultar inconfundiblemente humanos incluso para sus cazadores. La fatalidad hizo que se reconocieran mediante una compasión que apunta más allá de la común conmoción ante el sufrimiento ajeno.

Y es que como todas las demás cosas de este mundo somos seres materiales sometidos a todas las leyes físicas y azares que pueden volver fatal cualquier tesitura por nimia que sea y sin que lo podamos evitar. Y ante esa suerte aciaga no nos queda más que admitir la fragilidad de la vida y que la catástrofe nos acecha a nosotros y a todo lo que amamos. Nuestras seguridades penden de un hilo que la costumbre nos hace olvidar, pero que la fatalidad deshilacha con puntería cruel.

Hay personas que viven sin olvidar el acecho constante de la fatalidad y para las que la fragilidad humana se les hace oficio o misión. Viven en el presentimiento de la catástrofe para evitarla o acudir en su auxilio, y hacen del cuidado su dedicación. En los que cuidan de los demás la humanidad tiene una sede ennoblecida de la pequeñez en la que la fatalidad nos hiere.

En efecto, la fatalidad nos reduce al desvalimiento de criaturas suprimibles por la más insignificante e inoportuna peripecia. Por eso, ante la fatalidad experimentamos un sentimiento cercano a la vergüenza - que los clásicos definen como el sentimiento de verse reducido a lo animal-, pero más arcano. La fatalidad no implica solo la reducción a la condición de organismo, sino de cosa, de sólido que ocupa una posición en el espacio y en el tiempo, expuesto por tanto a la trayectoria fortuita de cualquier otro cuerpo, a la orografía terrestre, a la fuerza de un golpe de viento o al contacto fugaz con la mutación letal de una cepa.

No se trata, pues, de una mera desgracia sino de una desgracia guiada por un azar improbable que nos recuerda nuestra condición de cosa porque impacta justo ahí, fatalmente. Contemplar a un ser humano abatido irremisiblemente por estar en un lugar y momento exactos en unas circunstancias precisas y funestas, es un escándalo lacerante.

Y es que, entre todo lo anterior, lo cierto es que esperamos que toda la mala suerte del mundo no alcance a llevar las circunstancias hasta la crueldad más inimaginable, ni someta las personas a pruebas imposibles, ni se concentre y reitere sobre los mismos, porque hasta en lo aciago esperamos que haya alguna medida que modere y limite el ensañamiento de la suerte. Esperamos, sin decirlo, que el mal y el dolor estén bajo una cierta economía que, si bien no impide el exceso, al menos limite la gratuidad ingente del sufrimiento inútil. Por eso nos rebelamos con impotencia a que el infortunio no tenga colmo. Y de ahí que la fatalidad no produzca solo dolor, sino el escandalo escarnecedor de ver que nada frena lo impensable: lo fatal es algo así como un contramilagro.

Si ocurriera un milagro seguramente nos preguntaríamos por sus causas que no estarían entre las naturales, pero si ocurre un contramilagro lo que deberíamos preguntarnos es qué falta en el mundo para que algo así pueda ocurrir. Y falta una armonía prestablecida que convirtiera todos los movimientos en una danza sin daño ni colisión, como en una sinfonía universal de exactitudes benignas.

¿Pero qué sería el mundo si las desgracias no pudieran ocurrir, si los milímetros o los segundos que nos separan de la muerte siempre nos dejaran a salvo, si las coincidencias funestas se malograran siempre, si nadie muriera aplastado, sepultado o atragantado, es decir, por ser una realidad física en medio de otras? El mundo sería eso que llamamos el paraíso. Y eso es lo que nos hace sentir el escándalo de la fatalidad, que no estamos en el paraíso, pero que por alguna ecuación oculta pensamos que deberíamos estarlo, que la realidad debería de ser así y no como es ahora.

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