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Francia amarilla

Echando un vistazo a algunas publicaciones francesas he detectado que la cólera, la rabia y el odio están a la orden del día, incluso hay expertos que tratan de analizar esos sentimientos partiendo del guerrero Aquiles hasta llegar a la más rabiosa, y valga el chiste, actualidad. Lo cierto es que casi nadie habla ya de la subida del precio del diesel que, en principio, parecía ser la causa fundamental que provocó el movimiento de protesta de los chalecos amarillos. Sin embargo, las quejas se centran sobre todo en los sueldos miserables y en una carga fiscal cada vez más asfixiante. Unas tasas e impuestos que castigan a esa clase media baja de manera especial. Ahora bien, una vez dicho esto, bien es verdad que en Francia se personalizan en exceso las causas de los conflictos. Por supuesto, todos los ojos y las iras se dirigen a la cabeza visible. En este caso, Macron es el culpable. Como si hubiesen de golpe olvidado las malas gestiones de sus antecesores: Hollande y Sarkozy. Pero la política es algo más compleja. Disparar al presidente no deja de ser un acto miope e insuficiente. Aquí hay dos mundos en juego: las elites y el pueblo. Cosmopolita y globalizador, el primero, y localizado, enraizado y, en definitiva, conservador, el segundo.

Francia es un país jacobino y presidencialista. Según algunas voces, y aunque parezca una contradicción, todavía no ha superado su fase monárquica. Francia es un régimen republicano con fondo monárquico que concentra demasiados poderes en un solo individuo. Por tanto, a los ciudadanos sólo les queda, en caso de crisis grave, la insurrección o la impotencia. Casi todos los presidentes galos han caído en una cierta arrogancia a la hora de gobernar, como si fuesen hombres coronados o burgueses con arrebatos napoleónicos. "La República soy yo" es una frase que cualquier presidente francés podría haber pronunciado sin problemas, pero la dijo el aspirante izquierdista de la Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon. No basta con mentar su gran compromiso con la república. De hecho, en los discursos se hinchan la boca con tan sagrada palabra. Tan sagrada, casi, como la misma monarquía. Debido a ese fuerte carácter presidencialista que asume todo presidente republicano francés, a menudo parece que estuviéramos ante un monarca que trata de ocultar su condición real o ante un burgués republicano con ínfulas de monarca.

Como si, en efecto, Francia aún estuviera pagando el peaje de aquella degollina efectuada durante el periodo del Terror. Una nación descabezada de testas reales y cuya revolución fue determinante, ya que dio un giro radical a la sociedad francesa y al mundo entero. Y, a pesar de eso, o tal vez por eso mismo, sus presidentes republicanos han actuado, en la mayoría de las veces, con ciertos aires de monarcas intocables. No en vano, Francia, que es un país que reflexiona, analiza, critica y, en definitiva, piensa, hace ya tiempo que lo está viendo. Invocan, cada dos por tres, los sacrosantos valores de la Republique, pero los gestos despectivos, las actitudes arrogantes y megalómanas y esa creencia en encarnar a la misma república francesa, hace que los presidentes franceses, por muy republicanos que aseguren ser, se inspiren aun sin quererlo en la figura del rey. Y, mientras tanto, Francia amarillea de cólera.

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