Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Las siete esquinas

Taxistas

Uno siente tristeza por estos taxistas que se creyeron clase media y al final descubrieron que lo suyo había sido un negocio ruinoso

En este último año se han suicidado ocho taxistas en Nueva York, desesperados al no poder pagar las altísimas licencias que habían comprado, de hasta 500.000 dólares en muchos casos, y amargados por la idea de trabajar en un negocio que se iba a pique. He leído la lista de esos taxistas que un buen día se fueron a dormir creyendo que aún formaban parte de una decorosa clase media, y que al día siguiente se despertaron convencidos de que ahora ya vivían en medio de la pobreza imposible de disimular. Dos de ellos eran estadounidenses de pura cepa -uno de Brooklyn y el otro de Queens-, y los demás eran inmigrantes: uno de origen chino, tres de origen hispano, otro era yemení y otro era un inmigrante rumano que llevaba treinta años trabajando en Estados Unidos y que acabó ahorcándose en el garaje de su casa -una muerte muy parecida a la de David Foster Wallace-, cuando supo que ya no tenía dinero para su hipoteca ni su jubilación. En la noticia del periódico se veía el taxi de este conductor, que se llamaba Nicanor Ochisor, cubierto de nieve frente al garaje donde habían encontrado su cuerpo. No sé por qué, se me quedó grabada la matrícula: 2B89. Un número que para este hombre, hace treinta años, significaba el sueño americano y que ahora ya no significaba nada, o menos que nada.

Por lo que he leído, todos estos taxistas acusaban a los conductores de Uber de la ruina de su negocio, aunque imagino que la causa principal no fue la competencia sino haber comprado unas licencias a un precio elevadísimo que hacía imposible mantener su negocio a flote. Y aun así, uno siente tristeza por estos taxistas que se creyeron clase media -una clase que podía aspirar a vivir con una cierta holgura después de machacarse a trabajar durante años y años-, aunque al final descubrieron que lo suyo había sido un negocio ruinoso. Ya sé que los comerciantes, sobre todo los libreros, también compiten en inferioridad de condiciones con Amazon, y que hay docenas de profesiones que están condenadas a desaparecer tarde o temprano. Los periodistas, por ejemplo, tienen que competir en un mundo dominado por las redes sociales en el que su duro trabajo apenas es valorado ni apreciado. Y lo mismo puede decirse de las agencias de viaje, las pequeñas empresas de carpintería metálica, las tiendas de muebles, las mercerías, las jugueterías o las tiendas de modas. Una de las imágenes más tristes que vemos los aficionados a pasear sin rumbo fijo son esos carteles fatídicos de "Se traspasa" o "Liquidación por cierre" que aparecen en el escaparate de todos esos negocios que no pueden competir con las grandes superficies ni con la venta directa por Internet. De una forma u otra, todos esos negocios están condenados. De una forma u otra, todos sus empleados pertenecen a una cultura que se está quedando tan desfasada como la de los indios que atacaban con arcos y flechas a los "caballos de hierro" de la Union Pacific.

Por eso entiendo la rabia de esos taxistas que ahora se manifiestan en Madrid y en Barcelona. Se sienten estafados, se sienten viejos (aunque muchos de ellos sean aún muy jóvenes) y sobre todo se sienten inútiles. Hace años conocí a un taxista de Níger que había emigrado a USA y trabajaba en una pequeña ciudad de Pensilvania. Un día de invierno, con un frío de mil demonios, mientras cruzábamos el río Susquheanna, me contó que quería irse a trabajar a Nueva York porque soñaba con una vida mejor y con más oportunidades para sus hijos. Se llamaba Joseph y era un hombre bueno. Espero no encontrarme su nombre entre esas listas de taxistas desesperados.

Compartir el artículo

stats