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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Catón y César

¿Qué sucede cuando la guerra cultural abre trincheras que dinamitan los principios de la ciudadanía común?

El intelectual francés Pierre Manent ha recomendado en alguna ocasión leer los meandros de nuestra época a la luz de dos figuras contrapuestas de la Antigüedad clásica: Catón el Joven y Julio César. Catón representaba hasta el extremo las virtudes del mundo republicano: el honor y la austeridad, la fortaleza y el respeto a las instituciones y las leyes. El fracaso de Catón -terminó su vida arrojándose sobre su propia espada- simboliza la caída del mundo antiguo, que era también el de una polis que trataba a sus pocos ciudadanos como adultos . «El republicanismo en la tradición europea -escribe Manent- no consiste simplemente en la elección de un régimen político distinto a la monarquía, sino en la asunción de aquél que subraya la integridad y la independencia de los ciudadanos». Su antagonista, Julio César, reflejaba en cambio la imposición del poder puro, como Shakespeare acertó a comprender. Otra cuestión es si se trataba o no del hombre necesario para salvar una crisis que amenazaba con hundir la ciudad. La importancia de César se mide por su divinización inmediata y por la Pax romana que garantizó su sucesor, Augusto, y que se extendió durante siglos. Los historiadores, sin embargo, nos han dejado un retrato de Julio César muy alejado del mito: a medio camino entre el arribista ambicioso, el demagogo, el genio militar y el hombre de letras. El propio Shakespeare no pudo ocultar su simpatía por Bruto, uno de sus asesinos. Y, en cierto modo, esta imagen ambigua y compleja es la que ha perdurado en la imaginación europea.

La pugna entre Catón y César constituye una constante en la Historia. ¿Qué sucede cuando un buen régimen político como la democracia empieza a mostrar fallos en apariencia sistémicos debido a cambios ideológicos, económicos o sociales? O, peor aún, ¿debido a las medias verdades y falsas acusaciones de sus adversarios? ¿Qué sucede cuando la guerra cultural abre trincheras que dinamitan los principios de la ciudadanía común y una crisis de legitimidad daña seriamente la confianza en el modelo representativo de la política? ¿Sería posible, en ese caso, recuperar las virtudes antiguas que defendía Catón o sólo se logrará la paz con el mando de un hombre fuerte que adule a las masas? No son preguntas retóricas, porque también el Imperio romano ocultaba su poder bajo el nombre de las antiguas instituciones republicanas que fingía conservar.

Los demagogos actuales responden a un patrón falsamente democrático. Dicen representar al pueblo auténtico frente a las elites corruptas. Prometen separar la cizaña del trigo, sin que parezcan importarles mucho ni las leyes ni las instituciones. Hablan de diálogo, pero su discurso es profundamente divisivo y antipluralista. Aseguran respetar la libertad, pero pretenden cambiar de forma abrupta las creencias, los sentimientos y las emociones de una inmensa parte de la sociedad. Crean problemas -como el brexit- para los que carecen de solución. Y, sin embargo, apelan también a millones de votantes, explotando sus miedos y sus angustias, su rencor y su resentimiento.

Por supuesto, algo en nuestra época recuerda la lucha entre Catón y César, entre las virtudes que hicieron posible la república y las que la coartaron. Y es una partida que se juega en la vida pública a diario, pero también en la privada, con cada una de nuestras actitudes y decisiones. Y nada ni nadie garantiza que vaya a ganar la democracia. Ésta es la inquietante cuestión que recorre la obra de Pierre Manent y que constituye la cuestión de nuestro tiempo. Como lo fue ya hace más de dos mil años.

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