Diario de Mallorca

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Humor de esquina

La sala Trampa está radicada en la calle Caro, de Palma. Su fachada está recién pintada de negro. Su aspecto recuerda aquel Londres o Manchester de los años 70, con sus fachadas carbonizadas por un hollín que todo lo untaba. El lugar hace esquina y en él se practica un humor no apto para quienes se ofenden con pasmosa facilidad. Todos sabemos que provocar la risa es bastante más difícil que causar tristeza, pues nada hay más humillante que tratar de arrancar una risa o una sonrisa y fracasar en el intento. Siempre hay que destacar la labor humanitaria, digámoslo de este modo tan hiperbólico, de los buenos humoristas. En la sala Trampa se ejerce un humor corrosivo, destrozando con desparpajo y convicción los límites tontainas de la corrección política. Por supuesto, a ratos también hay humor de sal gruesa, pero rápidamente amortiguado por un gag que rebosa inteligencia. Cualquier colectivo, por muy sagrado que sea, recibe candela. Y eso, amigos, es muy sano.

En la sala Trampa se practica la improvisación, y eso sí que es un trabajo delicado, pues para ello se exige rapidez mental, reflejos y lucidez. El humor es depurativo, pues disuelve los engrudos mentales, esa pasta densa que impide que podamos percibirnos como seres susceptibles de ser ridiculizados. Nada tan saludable como ser uno mismo objeto de humor. Un lugar no apto, no sólo para quienes se ofenden a las primeras de cambio, sino sobre todo para los fanáticos, esos que se aferran, como si se agarraran a los pies de Cristo, a una ideología o a unas creencias que, al fin y al cabo, vienen a ser un poco la misma cosa. El humor tiene que ser arriesgado y corre el riesgo, y valga la redundancia, de no hacer ni puñetera gracia. Hay que saber lidiar con ese humor ofensivo y encajarlo cuando uno no está de humor para nada. Incluso el humorista, que también tiene sus ideas y sus catecismos privados, debería ser capaz de ridiculizar su propia ideología, en el caso de que la tenga. Hacer mofa de lo opuesto, del contrario, es muy fácil y no hay mucho riesgo en ello. Éste es el gran desafío del buen humorista: reírse de sí mismo, de sus ideas y costumbres. Este tipo de humor es que el se cuece en esta sala de negra fachada. Humor negro, verde, rosa, pero pocas veces blanco.

Por supuesto, y como todo en la vida, hay noches más inspiradas que otras, pero aquí de lo que se trata es de felicitar como bien se merece a este colectivo de humoristas, artistas de la improvisación que logran, la inmensa mayoría de las veces, que salgamos de esa sala con los pulmones liberados y el pecho ampliado tras habernos desternillado. Pero, ojo, que no sólo es lugar para la carcajada, ni mucho menos. También es sitio para la media sonrisa y para esa risa retardada, que nos sorprende minutos después de haber asimilado el sketch. O, lo que es lo mismo, un humor que nos obliga a revisar nuestros respectivos esquemas y, por descontado, a flexibilizarlos. A repensarnos. Allí, además, uno puede degustar cerveza mallorquina y tortilla de patata, entre otras cosas. Si quieren sonreír o reírse a mandíbula batiente, ya saben.

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