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Daniel Capó

Fuego amigo

Los pueblos aciertan y se equivocan colectivamente; sin embargo, a veces menospreciamos el papel que desempeñan las personas concretas. Cabe preguntarse, por ejemplo, si la ferocidad alemana en la II Guerra Mundial hubiera sido la misma sin Adolf Hitler. ¿Sin él habrían llegado los nazis al poder? ¿Se habría iniciado la guerra? ¿Habría tenido lugar el Holocausto? Y, al mismo tiempo, ¿el paso de Chamberlain a Churchill no marca también un giro decisivo -contra toda expectativa- en la resistencia del Imperio británico hacia el avance del Reich? Son, y no son, casos puntuales. La figura de Artur Mas aporta luz a la aceleración del proceso soberanista de Cataluña; aunque, por supuesto, apelar a su liderazgo es insuficiente para explicar todas sus derivaciones. Hay personalidades que mejoran a los pueblos y otras que los empeoran.

El caso de Donald Trump sirve para ejemplificar algunas de estas ideas. Llegó a la presidencia de los Estados Unidos como consecuencia de la profunda cesura cultural abierta en su país, una brecha que ya teorizó hace dos décadas Gertrude Himmelfarb en su libro One Nation, Two Cultures. Fue una revuelta ideológica -un voto de hartazgo- de buena parte de la sociedad contra lo que se consideraba un adoctrinamiento excesivo en los postulados identitarios del progresismo. Y al mismo tiempo consistió en un voto populista, porque las raíces de la división política -sean en clave nacional o dentro del marco derecha/izquierda- se demuestran nítidamente populistas. Los riesgos del trumpismo se acrecientan con la pérdida de sus elementos moderados - el último de ellos, Jim Mattis- y la lógica escalada a los extremos que supone. Soluciones inmediatas a problemas complejos definiría esta forma de actuar. Pero no sólo esto: se trata además de soluciones divisivas que enfrentan y desintegran, que aíslan y rompen vínculos. Esto que es válido tanto para el populismo de derechas como para el de izquierdas y para los nacionalismos.

La última de las ocurrencias trumpianas -informa The New York Times-, dicha repetidamente en privado, pero no en público, ni siquiera como amenaza, consistiría en que los Estados Unidos salieran de la OTAN dejando a los europeos al albur de sus demonios particulares. El mensaje es claro: no nos importáis. Peor aún: los equilibrios geopolíticos europeos ya no son de nuestra incumbencia. Lo cual dibuja la extensión de una nueva realidad que responde a premisas distintas. La primera es que, en el choque entre imperios -EE.UU, China y Rusia-, la UE es un actor secundario. La segunda, que un efecto colateral de la globalización es el desplazamiento hacia el Pacífico, el cual adquiere un indudable protagonismo. La tercera, que el proyecto postmoderno que define Europa apenas orienta el discurso político global; peor aún, empieza a percibirse que estamos siguiendo un camino equivocado. Nadie, en definitiva, quiere sumarse a una iniciativa que considera perdedora desde la perspectiva internacional. La cuarta, que -como consecuencia de lo anterior- una Europa envejecida, endeudada, sin forma política propia ni plena solidaridad interior y con problemas en sus fronteras, se encuentra cada día más debilitada. La ocurrencia trumpiana forma parte del fuego amigo contra Occidente: un ritual que tiene algo de tentativa suicida.

Las palabras de Trump quedarán en palabras y no pasarán a los hechos. La OTAN no se romperá ni el vínculo atlántico entre los dos continentes. Importa, sin embargo, la tendencia que subyace y que nos habla de un mundo dividido, dentro y fuera de las fronteras nacionales. La paz, en cambio, lo sabemos, exige gramáticas comunes.

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