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LAS SIETE ESQUINAS

Arenas movedizas

El discurso del odio se ha instalado entre nosotros, y se jalea y se difunde desde ciertos medios de comunicación, desde ciertas televisiones privadas y desde todas las redes sociales

Los expertos y los politólogos siguen haciendo pronósticos sobre los partidos que van cobrando fuerza en Europa, pero el único partido de verdad que parece imparable es el del odio. Un odio difuso que busca culpar a alguien -a quien sea- de todas las frustraciones personales; un odio que desconfía de todo prestigio y de toda autoridad y de todo acuerdo; un odio que se parece mucho a las rabietas de los niños consentidos que reclaman algo que en el fondo les importa un pimiento; un odio que se alimenta de un miedo que no se sabe muy bien de dónde viene, pero que ahora ya se ha hecho real y se ha convertido en una niebla muy densa que lo envuelve todo.

Ayer murió el alcalde de la ciudad polaca de Gdansk, Pawel Adamowicz, que había sido atacado a navajazos mientras estaba participando en una rifa benéfica para los hospitales de su ciudad. Adamowicz pertenecía a un partido centrista -Plataforma Cívica-, y era una persona que se había manifestado a favor de los LGTBI (acudiendo a las manifestaciones del Día de Orgullo Gay). También se había declarado partidario de los judíos y de los refugiados, en un país que es profundamente antisemita y profundamente homófobo (y que está gobernando por la extrema derecha de Ley y Justicia). Es decir, Adamowicz era una de esas personas que caen mal a todo el mundo: para la extrema derecha era un tibio y un acomplejado que coqueteaba con las ideas pecaminosas (el aborto, el orgullo gay, los judíos, los refugiados), mientras que para la izquierda más rupestre era un defensor del sistema, un traidor, un vendido al capitalismo. El domingo pasado, durante un acto benéfico, un tipo subió al escenario y acuchilló a Adamowicz. Después, el asesino se puso a alardear por el escenario como si fuera un rockero aclamado por sus fans: "Me metieron en la cárcel por su culpa", gritaba, pero el alcalde no había tenido nada que ver con esa historia. Todo era odio, simple odio, nada más que odio.

Lo mismo pasó hace una semana con un boxeador francés que participaba en las protestas -cada vez más violentas- de los 'chalecos amarillos' en Francia. El boxeador, que llevaba nudilleras de plomo en los guantes de boxeo, empezó a golpear con furia a los policías antidisturbios. A uno de esos policías estuvo a punto de matarlo a golpes. ¿Y por qué razón? Nadie lo sabe. Hasta el momento es un misterio saber qué cosas quieren los 'chalecos amarillos', ni qué iniciativas persiguen ni qué propuestas políticas defienden. Lo que está claro es que les mueve un odio muy parecido al que impulsó al individuo que mató al alcalde de Gdansk (o Danzig, en el lenguaje de los que nacimos cuando todo el mundo recordaba aún la II Guerra Mundial). Por lo demás, los 'chalecos amarillos' se pasan la vida burlándose de Emmanuel Macron porque está casado con una mujer veinte años mayor que él. Las campañas de insultos y de amenazas en las redes sociales son tan terribles que Macron tiene que vivir encerrado en el Elíseo. Y por si fuera poco, los 'chalecos amarillos' han adoptado la inquietante costumbre de dar palizas a periodistas y de organizar batallas campales con la policía. Pero la izquierda de la plataforma electoral 'Francia Insumisa' -los Podemos franceses- defiende el movimiento de los 'chalecos amarillos', igual que la extrema derecha de Marine Le Pen. Si cae Macron -y a este paso caerá-, Francia podría pasar a ser gobernada por otro frente del odio que uniera lo peor de la derecha con lo peor de la izquierda, como en Italia.

Y lo peor de todo es que nadie parece darse cuenta de que el discurso del odio se ha instalado entre nosotros. El odio se jalea y se difunde desde ciertos medios de comunicación, desde ciertas televisiones privadas y desde todas las redes sociales. Un odio que en el fondo no quiere nada ni desea nada, aparte de alimentarse a sí mismo y crecer y crecer sin parar. Hasta que llegue un momento en el que nada ni nadie puedan pararlo.

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