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Holmes al día: el caso del lapislázuli

Nada como estar a la moda, parece. Mucho mejor que ser precursor. Y nada como el revisionismo para poner las cosas al día, según nos interesen o no. Esta semana, por ejemplo, ha saltado una noticia muy curiosa. Antes se habría publicado en un pequeño suelto en el ángulo interior de una página par de algún diario de provincias, y sus lectores la habrían considerado la amable fantasía de algún redactor aburrido. En estos tiempos ha aparecido en todos los periódicos y bastante destacada. Me refiero al caso del lapislázuli encontrado entre los dientes de una monja fallecida entre los siglos XI y XII en el convento de Dalheim, en Alemania. Un pequeño fragmento de lapislázuli que ha atravesado mil años de tiempo ha provocado que los investigadores llegaran a una serie de conclusiones estupendas.

La primera es que los miniados polícromos de pergaminos y libros de rezos no los ejecutaban sólo los monjes. También las monjas. Se deduce de esa piedrecilla de lapislázuli incrustada entre los dientes, pero no importaba: ya lo sospechábamos. Por lo visto, la monja se dedicaba a chupar o a humedecer el pincel con el que ilustraba las capitulares. Que las religiosas se dedicaran a miniar tiene su lógica, con o sin lapislázuli: siempre han gozado de fama de manos delicadas. Que ésta en concreto lo hiciera, también, pero no tanto por los restos hallados sino porque, además, debió de morir la misma noche o un par después: no hay lapislázuli, ni mineral otro, que aguante entre los dientes año, tras año. Ni pan de oro, por cierto, del que también quedaban restos en su boca: el cofre del tesoro esa boca. Y esta muerte suya nos recuerda las ocurridas en el monasterio de El nombre de la rosa, mientras los monjes leían un códice miniado. ¿Era realmente una monja o una ladrona que había asaltado el convento en busca de lapislázuli y pan de oro y al ser descubierta usó la boca como escondite? Una u otra deducción encierran la misma lógica. ¿Tenemos delante un misterio superior al hallazgo que nos venden? El misterio del convento de Dalheim y el lapislázuli escondido.

La segunda conclusión es aún mejor: que esa mujer -fuera o no monja- tenía contactos con mercaderes, no sólo de Alemania -donde fue enterrada- sino de Afganistán, lugar de procedencia del lapislázuli. O sea, que el lapislázuli no lo encontró en el convento -vaya usted a saber desde cuándo estaba ahí y cómo había llegado-, sino que ella misma lo obtuvo de la mano de un mercader de Kabul. Imaginen una caravana de camellos asiáticos atravesando Alemania en busca de monasterios y conventos para venderles piedras semipreciosas. Y aquí me veo obligado a reproducir humildemente las palabras del investigador de Harvard que ha llegado a esas conclusiones. "Se puede observar con este hallazgo, que la mujer estaba insertada en una vasta red comercial global que se extendía desde las minas de Afganistán hasta su comunidad en la Alemania medieval, a través de las metrópolis del Egipto islámico y la bizantina Constantinopla". Toma ya sociología de la globalización medieval. Para añadir un poco más abajo que el pigmento de lapislázuli "viajó miles de kilómetros en caravanas de mercaderes y en navíos" -hasta aquí, bien- "para servir a la ambición creativa y artística de esta mujer". Y eso sí que no: ¿de qué ambición nos habla el investigador de Harvard? No había ni ambición creativa, ni ambición artística en aquellos conventos; se trataba de otra cosa: de servir a Dios y celebrarlo a través de la obra bien hecha, sospecho. Desde el anonimato de la comunidad a la que pertenecía. Y en el anonimato cualquier ambición se diluye y desaparece.

La tercera conclusión la forman distintas cábalas -a cual más simplona- que conducen a quien nos relata la noticia hasta una pregunta puro fruto de los tiempos que corremos: "¿Cuántas artistas más podríamos encontrar en los cementerios medievales?". La pregunta es rara, ¿verdad? Sobre todo cuando se deduce de un fragmento de lapislázuli entre los dientes de una calavera del siglo XI o XII. Ni Sherlock Holmes se atrevería a tanto. A este paso vaya a saber qué identidad le inventan al Beato de Liébana.

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