Los políticos de la transición se enamoraron del centro. Lo mimaron. Lo cuidaron. Esquivaron los extremismos. Así se forjó un bipartidismo que se ha sucedido en el poder estatal y en buena parte del autonómico y municipal durante cuatro décadas.

Felipe González apostó fuerte para lograr la centralidad del PSOE. Llegó a dimitir como secretario general para forzar que el partido abandonara las tesis marxistas que alimentaban su ideología desde la fundación por parte de Pablo Iglesias en 1879. Una vez en el poder con mayoría absoluta adoptó medidas asimilables a las de cualquier socialdemocracia europea.

José María Aznar abanderó en 1998 el viraje del Partido Popular hacia lo que denominó el "centro reformista". Gracias a esta operación logró en el año 2000 la mayoría absoluta que los votantes le habían escatimado en las anteriores elecciones, cuando obtuvo un triunfo ajustado que le obligó a pactar con los nacionalistas Jordi Pujol y Xabier Arzalluz.

Formaciones como Convergència i Unió o el PNV mantenían un discurso moderado respecto a cuestiones como la independencia y se mostraban corresponsables -a cambio de compensaciones que les prodigaron PSOE y PP- cuando eran necesarios para la gobernabilidad de España.

El jueves, tras la firma del pacto de los populares con Ciudadanos y Vox para llevar a José Manuel Moreno a la presidencia de Andalucía, Pablo Casado se despachó con esta frase: "El PP demostró ayer [por el miércoles] que es el único partido que está en el centro, que puede pactar a la derecha e izquierda". Si el centro político está entre los partidos de Albert Rivera y Santiago Abascal, cabe interpretar, según los parámetros del presidente popular, que los socialistas son la extrema izquierda.

Los estrategas electorales se obsesionaban sistemáticamente por acercarse al centro. Nadie cuestionaba que el resultado de las urnas se dilucidaba entre aproximadamente un 5% de los votantes cuyo sufragio era voluble. Es decir, que en una cita electoral podían votar a la derecha y en la siguiente a la izquierda.

¿Qué ha ocurrido para que en 2019 el centro, o por usar otra palabra, la moderación, haya dejado de ser el faro que ilumina a los políticos actuales?

La respuesta no es única y admite muchos matices. La crisis económica ha irritado a quienes se han sentido aparcados y apartados por los poderosos, aunque la respuesta haya sido en ocasiones irracional.

El ideal de una Europa unida ha sido torpedeado desde el interior por nacionalismos de todo tipo que prefieren la aldea empalizada de Asterix -sea británica, húngara o catalana- antes que el progreso y el universalismo. Una Europa fuerte también tiene poderosos enemigos externos que van desde la vecina Rusia a los Estados Unidos de Trump.

Los extremismos de derechas e izquierdas, aparcados durante décadas por las trágicas experiencias que trajeron al Viejo Continente cuando alcanzaron el poder, vuelven a encandilar a generaciones que no quieren conocer la historia y se conforman con la lectura de un tuit. Por supuesto, llegan ocultos bajo la piel de cordero que ya vistieron los dictadores de antaño.

Quizás en futuras campañas electorales vuelva a estilarse pregonar el acercamiento a la centralidad. De momento, los protagonistas del bipartidismo español se han desplazado hacia los extremos para taponar fugas de votos. Aunque no esté de moda, voy a decirlo: ojalá se reparen los estragos causados por los errores de PP y PSOE, ojalá el centro pirre de nuevo a los españoles. La historia demuestra que en los extremos jamás se ha encontrado la felicidad.