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Daniel Capó

La ejemplaridad

No es posible mejorar una sociedad sin presentarle ejemplos de excelencia, individuales e institucionales

Un principio político elemental sostiene que la masa es incapaz de ejemplaridad, aunque su conducta esté guiada por un sentido moral que enmascare su banalidad. Casi por definición, ejemplar es el individuo que no se deja arrastrar por la muchedumbre. Ejemplar fue Job, quien frente a la unanimidad de sus acusadores siguió proclamando su inocencia. Ejemplares fueron Galileo o Miguel Servet, a quienes condenaron por pronunciar la verdad y no acallar su conciencia. Ejemplar fue el pastor protestante Dietrich Bonhoeffer, que se enfrentó al nazismo y fue asesinado por ello; o el escritor Aleksandr Solzhenitsyn, que conoció los gulags estalinistas y la reeducación soviética. Pero la ejemplaridad no se deduce sólo de las personas singulares, sino también de aquellas instituciones que resisten -prudentes, neutrales, austeras- el asalto de las masas. Pensemos en el papel enaltecedor de las universidades a lo largo de los siglos o en el de los altos tribunales de justicia cuando cumplen su función.

Si el conflicto que vive nuestro país parece alimentarse de una crisis previa de confianza, resulta difícil no señalar el significativo papel de la ejemplaridad. No hablo de las leyes, sino de la ambición de las políticas y del tono en que se plantean los debates públicos, que tienden cada vez más a la irrealidad. Porque no es cierto que vivamos en el peor de los mundos posibles, a pesar de la sobredosis emocional que inflama los discursos habituales. Ese mismo acaloramiento de los ciudadanos -cuya urgencia se presenta como asfixiante- moldea la agenda de los gobiernos, muchas veces en contra de los intereses generales a medio y largo plazo. Rige el juego dialéctico que provocan las masas movilizadas, alterando con su presión el orden de las prioridades y promoviendo incluso políticas contradictorias, por su carácter reactivo. Es lo que ha sucedido en Francia con los chalecos amarillos o en España, por poner un ejemplo, con el choque cultural entre los planteamientos del feminismo y de los votantes de Vox.

La ejemplaridad, en cambio, responde a una moral profundamente anclada en la realidad y, por tanto, consciente de su condición gradual e imperfecta. Dolorosamente imperfecta -se diría-, pero a la vez plenamente humana. Por eso mismo, la ejemplaridad se sitúa tanto fuera como dentro del debate político. Fuera, porque aspira a un ideal que nos supera -y cuya imitación nos enriquece-; dentro, porque conoce del estrecho margen con que opera el hombre en su relación con los demás.

No es posible mejorar una sociedad sin presentarle ejemplos de excelencia, individuales e institucionales. Es lo contrario de la transparencia ciega que nos desnuda a todos porque todos somos sospechosos de alguna falta; más bien se basa en la confianza y en la constatación de que lo mejor es posible. Ejemplar es el Museo del Prado -testimonio de la belleza imperecedera del arte europeo-, como lo son en el extremo opuesto los grandes centros científicos que bucean en la complejidad de la vida. Ejemplar es la sanidad pública y las redes de bibliotecas municipales, la protección del medio ambiente y el tejido civilizatorio de las buenas formas. Que la política no abandere esta excelencia resulta especialmente dañino para nuestra sociedad. Por un doble motivo: porque su ejemplaridad se desdibuja y porque, lentamente, sus ramas se irán marchitando hasta fenecer en el peor de los casos. Es lo que está sucediendo con la ciencia española, sin ir más lejos. O con el deplorable estado del patrimonio histórico en buena parte del territorio nacional.

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