En una época definida por el ascenso de los extremos, la pregunta por la sostenibilidad del Estado del bienestar forma parte del abanico de cuestiones relevantes que una sociedad debe plantearse. En primer lugar porque, tras el gran retroceso económico vivido en esta última década, la fractura social se sitúa en el centro de la crisis política en que estamos inmersos. En segundo, porque el pacto que hizo posible la pacificación y democratización de Europa después de la II Guerra Mundial fue viable precisamente gracias a una alianza entre las distintas clases sociales, sustentada en un generoso gasto público. Y en tercero, porque el invierno demográfico, la estagnación productiva y el endeudamiento masivo de los países dificultan de forma notable el desarrollo futuro de dichas políticas. Por desgracia, no hay respuestas sencillas que ofrezcan la salida definitiva a un problema que amenaza con enquistarse en un continente envejecido. De Singapur a Suecia, los modelos de éxito pasan por la racionalización del gasto y la modernización de las administraciones, definiendo un mayor equilibrio entre los derechos y deberes de los ciudadanos y las instituciones.

Racionalizar el gasto y modernizar la administración significa, ante todo, huir de las lecturas demagógicas y ceñirse a una correcta interpretación de los datos: ¿cuál es la efectividad y el impacto real de las distintas políticas? ¿Cuáles son las necesidades futuras que se prevén y cómo se financiarán? ¿Y de qué modo se puede preservar la necesaria flexibilidad de la economía -así como su competividad- sin que afecte al buen estado de las cuentas públicas? Los ejemplos de éxito nos hablan de ese primer paso necesario que es la contención presupuestaria: no se pueden satisfacer todas las necesidades, por lo que debemos priorizarlas de un modo racional. Y, como segundo paso, la contención del gasto debe ir de la mano de una modernización imprescindible que haga más efectivas las distintas políticas.

A escala local, constituye un ejemplo de lo apuntado tanto la suspensión -hace ahora un año- del peaje para acceder al túnel de Sóller, como la gratuidad -a partir de esta semana- del aparcamiento en Son Espases. En ambos casos, se trata de reivindicaciones legítimas que afectan a un gran número de ciudadanos. No debemos olvidar que el peaje de la carretera de Sóller era el más caro por kilómetro de toda España y que Son Espases es el hospital de referencia en Balears. Difícilmente se puede estar en contra de tales medidas, pero sí cabe hacer algunas apreciaciones. La primera, que estas decisiones tienen un coste. De hecho, la suma de ambas supondrá para las arcas públicas un desembolso superior a los 35 millones de euros que, lógicamente, no podrán ser destinados a otras partidas. La segunda, que tanto el túnel de Sóller como la construcción del complejo de Son Espases han sido cuestionados judicialmente por sus abultados sobrecostes. En el caso del túnel hubo ya sentencia firme condenatoria por sobornos, mientras que el del hospital se halla todavía pendiente de resolución judicial. Por supuesto, los pagos asociados a la corrupción son incompatibles con una buena gestión.

En definitiva, la gratuidad de ambas infraestructuras da pie a sendas noticias positivas por su marcado carácter social. Pero ni están libres de costes ni eximen a nuestros gobernantes de la responsabilidad de plantear sin demora el debate sobre la sostenibilidad y la modernización de las políticas de bienestar. Entre otros motivos, porque los recursos públicos no son infinitos y el tiempo tampoco juega a nuestro favor.