Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Deseando un feliz año a los perros

Es ya costumbre, tenga o no resaca, haya dormido tres o siete horas, inaugurar el año con una larga caminata, bordeando el mar, por las calles de la ciudad o adentrándome en el bosque. Quedan atrás los ruidos, los abrazos, los besuqueos, las fórmulas de rigor y el alcohol ingerido para quedarse uno a solas con sus piernas, sus proyectos, si los tiene, sus fantasías, sus recuerdos. Durante la noche del fin de año pensé durante unos momentos en esas personas solitarias que, tragando los granos de uva uno a uno ante el televisor, contenían o no el llanto. Visualicé a esas personas masticando su depresión y, en la pantalla, la exuberante Cristina Pedroche. Ya sabemos que no es lo mismo una soledad anhelada que una soledad con sabor a condena. También imaginé a esas personas que optan por meterse en la cama y taparse hasta las cejas con una buena manta o un mullido edredón y dejan que pasen las horas y las campanadas inmersas en sus pensamientos. Imaginé a parejas copulando desde la primera hasta la duodécima campanada y, en el momento en que suena el último gong, su éxtasis coincide con el descorche de una botella de champán. Y que corra la espuma.

Pero estábamos de paseo por el bosque de Bellver. Corredores en chándal quemando calorías y grasas sobrantes, chicas con gafas de sol paseando a sus respectivos perros. Atletas recientes que jadean y están obligados a detenerse para recuperar el resuello. Ancianas sorprendentemente ágiles y veloces. Y esos perros que parecen tirar del dueño, pues en verdad son ellos, los perros, los que los arrastran. Pero también están esos perros pacientes y excesivamente comprensivos con esos atletas que obligan a sus canes a seguirles a un ritmo trepidante. Perros viejos y, posiblemente, enfermos del corazón. Es hermoso y tonificante caminar cuando sabemos que, por lo menos, la mitad de la población está roncando, durmiendo la mona, consumiendo Almax o es víctima de una resaca monumental. Como lo es desear un feliz año a esos paseantes desconocidos con los que uno se cruza en los senderos boscosos. Es curioso que uno salude a los desconocidos en los bosques o durante los paseos por la playa, y nunca en medio del tráfago urbano. Está claro que nos volvemos más amables y civilizados en la excepcionalidad. Saludamos al desconocido, pues sabemos que en el bosque somos relativamente escasos los caminantes, y eso crea una suerte de complicidad andarina y forestal muy agradable.

Y, si de repente, nos damos de bruces con un rostro conocido, el encuentro cobra un relieve distinto al encuentro callejero. Se celebra la coincidencia. Un encuentro con alguien familiar en un lugar aislado crea una intimidad y una conexión limpia, sin apenas interferencias. Tal vez, la única interferencia sea la presencia de algún perro al que es menester acariciar o dedicarle algunas palabras de afecto. Yo, que carezco de perro y me siento más bien gato en la vida, rasco durante unos segundos la testa del animal mientras la conversación continúa, ligera y soleada, saltarina y ajena al conflicto, casi erótica con esa mujer que sostiene la correa. Reina un anticiclón incontestable en toda España y hoy cumplo 50 años. Feliciten a mis progenitores.

Compartir el artículo

stats