Escoger el ingreso de Rodrigo Rato en prisión como el acontecimiento del año desfalleciente, obliga a recordar que este afortunado receptor de remuneraciones estratosféricas no necesitaba enfangarse en la calderilla de las tarjetas black. Cuando la refitolera Esperanza Aguirre entonó su lamento, "me da mucha pena que Rato vaya a la cárcel por noventa mil euros que ya ha devuelto", no solo alentaba la moralidad del engaño siempre que no sea descubierto. También aportaba una idea sobre las cifras que maneja la condesa consorte, y que le han dificultado la detección de la corrupción entre sus subordinados. Y sobre todo, iluminaba sin querer la zafiedad de que un millonario se enrede en manejos impropios de su nivel de renta.
Una vez acentuado el estupor, es obligada la explicación. ¿Por qué lo hicieron? No es el dinero, es la corrupción. Los agraciados con las black que sufragaron lencería femenina o locales de reputación sobrada, no podían abonar los servicios desde unas cantidades de impecable extracción bancaria. Necesitaban el precedente sórdido a su escala de una visita al plebeyo cajero automático, la única innovación bancaria reseñable según el impagable Paul Volcker que presidió la Reserva Federal.
No es el dinero, es el saqueo. Obtenían el orgasmo económico de rendir al banco a sus pies por todos los orificios. Ningún consumidor puede reprimir la ansiedad al acudir al humilde cajero. Temor a un fallo, a que los fondos no sean suficientes o hayan desaparecido. Las black conjuraban la intranquilidad, al tratarse de un complemento vicioso y viciado a emolumentos y gastos de representación con los que podría sobrevivir una docena de familias. Y al día siguiente despedían a un empleado por descontarse en mil euros, además de sermonearle sobre la sagrada misión que tenía encomendada. El dinero no huele, pero las black lo aromaban de un perfume canalla.
