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Antonio Papell

Las dos Cataluñas

En la VII legislatura, 2000-2004, con Aznar disfrutando de mayoría absoluta, el PP rompió los puentes con sus aliados, y aquella política de mano dura propició una subida vertiginosa de ERC en Cataluña (pasó de 12 a 23 escaños), que fue en gran medida un voto contra Aznar, contra Madrid. En 2003, en medio de una gran crispación, el PSC de Maragall aventajó en votos a CiU en las autonómicas catalanas y ERC, con Carod-Rovira al frente, se decantó por formar un tripartito con los socialistas y con ICV-EUiA. Maragall en persona encabezó el pleito político con el Estado basado en las balanzas fiscales, una tesis que aseguraba que Cataluña estaba siendo objeto de un claro expolio.

En 2003, año en que se retiró Pujol y arrancó el tripartito, no cabía hablar de pulsión independentista todavía pero sí se estaba generando el caldo de cultivo de una gran desafección€ que Maragall trató de zanjar mediante una profunda reforma estatutaria. Tan profunda, que acabó transgrediendo los límites de la constitucionalidad. Finalmente, se promulgó en julio de 2006 el nuevo estatut, que el PP (entre otros) recurrió ante el Tribunal Constitucional (TC). Cuatro años después, en julio de 2010, el TC declaraba la inconstitucionalidad de una parte sustancial de la Carta catalana, lo que encendió las iras de los nacionalistas y de buena parte de la sociedad en general.

El resto de la historia es conocida. Montilla alcanzó en 2006 la presidencia de la Generalitat tras las siguientes elecciones al frente del tripartito, y en 2010 ganaba claramente CiU con Artur Mas al frente, con 62 escaños frente a los 28 de Montilla. El resto de la historia es conocida: las acciones de unilateralismo independentista han suscitado la actuación de los tribunales y ahora comienza un largo procedimiento en el Tribunal Supremo de cuyo desenlace depende la solución del conflicto. De un conflicto en que pugnan dos Cataluñas distintas, casi equivalentes numéricamente, pero cuya entidad no puede reducirse al dilema entre soberanistas y no soberanistas. La realidad es más compleja.

En efecto, el independentismo, que representa algo menos del 50% de los electores, está formado por los dos partidos democráticos históricos, a los que hay que añadir la CUP, una formación antisistema que aspira a la independencia de Cataluña no por razones étnicas y culturales sino para separarla de la comunidad occidental y establecer un régimen autoritario.

En el otro lado, el resto de la sociedad catalana no es ni mucho menos partidaria en bloque del mantenimiento del viejo statu quo: en su gran mayoría, está profundamente irritada con el mal funcionamiento, a su juicio, del Estado de las Autonomías, se siente discriminada y postergada por España, mantiene un profundo sentimiento identitario y exige cambios de calado en la instalación de la comunidad autónoma en el conjunto del país. En otras palabras, los catalanes están indignados muy mayoritariamente con España, aunque sólo una parte de ellos quiera el divorcio.

En este contexto, no es difícil entender que la solución del conflicto requiere mucha mano izquierda. Y que se equivoca quien, para apaciguar a los separatistas, proponga arrasar la autonomía por un largo tiempo (el PP y Cs). Si se intentara tal cosa, buena parte de los moderados que hoy no secundan las locuras de Torra y que detestan la radicalidad de los separatistas, se aliaría con ellos porque la respuesta estatal indicaría que el nacionalismo españolista, otra vez burdo y vociferante, no ha entendido ni la naturaleza del conflicto ni la verdadera entidad de la reclamación.

De hecho, lo que "Madrid" debe hacer es escuchar atentamente a los sectores del catalanismo político que se sienten frustrados por la marginación de Cataluña que han percibido durante décadas, y que sin embargo no están dispuestos a secundar a los extremistas.

Todo esto conduce a un corolario obvio: si se opta por incendiar Cataluña, creyendo que así se aplacarán los extremistas y se conformarán quienes no respaldan el nacionalismo soberanista, se equivoca. Cataluña -las dos Cataluñas, en realidad- quiere preservar y potenciar su singularidad, recibiendo el debido reconocimiento y un trato justo del Estado, y sólo así se conseguirá que remitan, social y políticamente, los radicalismos separatistas.

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