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Felicidad

La sinagoga Nahon, de Tánger, se abrió hace más de un siglo pero ahora ya no tiene fieles. La comunidad judía de Tánger emigró a Israel en los años 50 del siglo pasado, y ahora apenas quedan unos cien judíos en la ciudad. Rachel Muyal -que me enseñó la sinagoga- es uno de esos escasos judíos que no han querido abandonar la ciudad en la que nacieron. La sinagoga es ahora un museo financiado por la comunidad israelí que vive en otras partes del mundo, pero la sinagoga sigue allí, en la minúscula calle de la medina que da a la calle de los Siaºguines, allí donde la madre de Ángel Vázquez -el autor de La vida perra de Juanita Narboni- tenía una sombrerería que le hizo ganarse el apodo de Mariquita la Sombrerera.

Mientras visitaba la sinagoga, me acordé del poema de Philip Larkin "Ir a la iglesia" -escrito en 1954-, en el que Larkin cuenta que iba dando un paseo en bicicleta, pasó frente a una iglesia y de repente sintió el impulso de entrar en ella. "Me pregunto/quién será el último, realmente el último/ en buscar este recinto por lo que fue", se pregunta Larkin en el poema. Y eso mismo me preguntaba yo en la sinagoga, mientras Rachel Muyal me enseñaba el candelabro de la Hanukah y recordaba que ya nadie iba a aquella sinagoga porque ya no quedaban fieles. En la sinagoga se guardaban recuerdos de las ceremonias de Bar Mitzvah que se habían celebrado allí para celebrar que los adolescentes se habían hecho responsables de sus actos. Había un certificado amarillento en el que se atestiguaba que tres niños -Mordejai, Mazalid y Azayahu- habían celebrado la ceremonia de iniciación. ¿Se acordaba alguien de Mordejai y de Marzalid en algún lugar del mundo? ¿Se sabía algo de ellos? En el poema, Larkin se preguntaba también qué clase de friquis irían a las iglesias cuando ya nadie se acordase de su función original. ¿Buscadores de fantasmas, obsesos de lo sobrenatural, cazadores de antigüedades, perturbados en busca de lugares poblados de fantasmas? Larkin, por supuesto, no tenía la respuesta. Pero me dio la impresión de que aquel pequeño grupo de visitantes de la sinagoga Nahon, en Tánger, ya formábamos parte de ese nueve público que entra en una sinagoga o en una iglesia con el mismo espíritu con que se entra en Disneyland París.

Por supuesto, vivir libres de cualquier tutela religiosa tiene infinitas ventajas. La libertad de pensamiento, la libertad de conducta, la libertad ideológica serían imposibles si todavía viviéramos sometidos a una visión religiosa de la vida. Pero al mismo tiempo, este vacío ha creado una especie de orfandad espiritual que se sustituye con toda clase de supercherías e histerismos. El odio y el resentimiento que se han apoderado de muchos de nosotros -y que se dirigen contra cualquiera que piense de forma distinta como si fuera un hereje religioso del único credo admitido-, ¿no proceden de ese formidable vacío espiritual? Y la sensación de vivir en un mundo en el que no hay memoria de ninguna clase, ni tradiciones, ni nada que sea sólido y duradero, ¿no procede también de esa disolución de todos los símbolos que nos unían y que creaban una comunidad?

Cuando salimos a la calle, Rachel me enseñó el local diminuto donde hace cincuenta o sesenta años había estado la sombrerería de Mariquita la Sombrerera. Posiblemente la única persona que se acordase de aquello fuera ella, Rachel, que a sus 86 años se ha empeñado en ser la memoria viva de Tánger. Pero detrás de ella, ¿qué queda? ¿Buscadores de souvenirs? ¿Friquis en busca de zombis y de cementerios? ¿Supersticiosos que tocan las viejas paredes de una iglesia o una sinagoga en busca de alguna clase de milagro, del premio de la lotería, de un trabajo fijo, del éxito en el amor, de una ayuda cualquiera? Imposible saberlo. Pero cuando llega la Navidad, me acuerdo del poema de Larkin y me acuerdo de la sinagoga Nahon de Tánger, ese lugar de culto que ahora está cerrado al público. Y me hago la misma reflexión que se hacía Larkin: "Me pregunto/quién será el último, realmente el último/ en buscar este recinto por lo que fue". Feliz Navidad.

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