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¿Qué diálogo?

"Diálogo" es la palabra de la semana catalana que hemos vivido. En el comunicado de diez líneas acordado por el Gobierno de España y la Generalitat aparece escrita tres veces. Tras el Consejo de Ministros, la portavoz del Ejecutivo reiteró ante la prensa en varias ocasiones la vocación dialogante del equipo de Pedro Sánchez y, después de afirmar que no hay más receta posible que el diálogo, se mostró confiada en encontrar por esa vía la solución al conflicto catalán, que es la nueva denominación adoptada para hacer referencia al problema planteado por el independentismo. En el mismo acto, la ministra Batet redujo el encuentro del día anterior a "diálogo y ley". Por otro lado, la Fundación FAES, manifestando su intención de implicarse al máximo en la presente situación política, ha emitido su propio comunicado, en el que afea al gobierno que dialogue animadamente con los separatistas mientras no se comunica siquiera con el PP ni con Ciudadanos. El diálogo es, según el gobierno, el signo distintivo de su política en la cuestión catalana. En medio año, además de innumerables contactos informales, el gobierno español y el autonómico catalán han celebrado casi un centenar de reuniones sectoriales, y sus presidentes han quedado emplazados el jueves para volver a hablar en enero.

Es claro que no todo el mundo pone la misma fe en el diálogo al que se aferra el gobierno. La Generalitat ha respondido a su petición de reciprocidad, envuelta en declaraciones de afecto por la ministra portavoz, con una actitud desdeñosa y distante. Los líderes de la oposición han subido el tono de su ofensiva recurriendo a un discurso tan beligerante que algunas palabras nunca habían sonado con tal fuerza en tiempos de la democracia inaugurada en 1978. Un sector de la prensa y de la opinión pública ha puesto directamente en la picota la política del diálogo del gobierno, acusándolo de traición, entrega y humillación. Incluso en el interior del PSOE han resurgido las discrepancias con la actuación política de Pedro Sánchez, que cuenta por el momento con el silencio de Susana Díaz.

El problema es que el gobierno no concreta el contenido del diálogo; cuando lo hace, vagamente, se trata de un diálogo imposible, y al final vamos cayendo en la cuenta de que el diálogo, en realidad, no es más que un recurso táctico para entretener el paso del tiempo y desplazar la responsabilidad de un probable fracaso a otros. Cuando habla de diálogo, el gobierno está pensando en una reforma del Estatut de Autonomía de Cataluña, pero no ha dado un paso efectivo en esa dirección. Ni ha convocado a los partidos, ni ha ofrecido un texto para iniciar la negociación. Es consciente de que los independentistas rechazan esa opción, tanto como, desde la posición contraria, el PP y Ciudadanos. Esta es la piedra en la que choca su propuesta de un acuerdo transversal entre los partidos catalanes que concite el apoyo de una amplia mayoría de la sociedad catalana. La posibilidad de un pacto entre los partidos soberanistas y el PP y Ciudadanos hoy es nula. Si el gobierno de Pedro Sánchez confiara en el diálogo, tomaría la iniciativa para hacerlo efectivo. Pero no la toma, porque asume que el intento estaría condenado al fracaso.

La sociedad española empieza a ver el diálogo con el gobierno catalán como un señuelo, útil al ejecutivo español porque sirve para añadir una razón a la hora de justificar el relevo de Rajoy, tachado de inmovilista en este asunto, no quedarse solo en el Parlamento y para que el tiempo pase. Lo cierto es que con o sin diálogo, el Gobierno español y la Generalitat han acordado mantener una relación basada únicamente en la conveniencia partidista de ambos. La prueba de ello es que sigue en pie a pesar de la sorprendente intervención de Pedro Sánchez en el pleno del Congreso de la semana anterior, en la que describía el procés como una operación política llena de trampas y falsedades.

Veremos si el diálogo del gobierno con los independentistas, no cualquier diálogo, por supuesto, es una mentira más. En cualquier caso, ya ha producido dos consecuencias muy negativas. Una es que los independentistas mantienen viva la promesa de la república catalana gracias a que el gobierno español, en pos del diálogo, se expresa con medias tintas y firma textos de ambigüedad calculada, como el comunicado del jueves, que compromete a ambos gobiernos a "avanzar en una respuesta democrática a las demandas de la ciudadanía de Cataluña, en el marco de la seguridad jurídica". La ministra Batet precisó que el término "seguridad jurídica" alude en primer lugar a la vigencia de la Carta Magna, pero no aclaró ante los extrañados periodistas por qué entonces no se escribió la palabra "Constitución". Aseguró que en el texto no cabe un referéndum de autodeterminación, pero los dirigentes soberanistas lo leen como un reconocimiento a su pretensión de votar la formación de un estado catalán.

El otro efecto de la política del diálogo, tal como la entiende Pedro Sánchez, es el choque frontal entre la izquierda y la derecha en la política española a cuenta de la cuestión catalana. Los matices tienden a esfumarse. Y la división va a más. El impacto polarizador de Vox es evidente. La campaña electoral en la que ya estamos inmersos será la más larga y enconada desde 1977. La mayoría de los españoles presencian atónitos este derrape de los líderes políticos. El gobierno ha excluido del diálogo desde el principio a los partidos de la oposición y el PP ha tachado al PSOE de la lista de partidos constitucionalistas. Una política de auténtico diálogo democrático urge en la cuestión catalana y en toda la política española. ¿Serán capaces de hacerla posible los actuales dirigentes políticos?

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