En los márgenes menos afortunados de la sociedad a menudo se orillan vidas que pasan casi desapercibidas. Vidas silenciosas que, sin caer en la delincuencia, subsisten como pueden aprovechando los flecos que esa sociedad deja a su alcance; pero vidas, al fin y al cabo, con sus problemas, anhelos y sentimientos. A veces, en esos difíciles márgenes se entrelazan y estrechan las existencias de un ser humano y un animal no humano, muy habitualmente, un perro.

La mañana del pasado martes día 18 de diciembre uno de esos individuos, un hombre joven y sin hogar, combatía el frío durmiendo acurrucado en la entrada al aparcamiento de un hotel, entre Gran Vía y plaza de España de Barcelona, junto a su perra, mestiza y de tamaño mediano, de la que nunca se separaba y a la que estaba unido por una estrecha relación de afecto. El hombre, siempre acompañado por su perra, se ganaba la vida vendiendo en la calle pequeñas pulseras; nada que ver (según testigos de la zona, que le conocían, y también según la fundación FAADA, que venía haciendo un seguimiento sobre el bienestar de dicho animal) con ciertas mafias de indigencia organizada que hacen uso y abuso de distintos perros para sus fines. Según los medios de comunicación que han reflejado la noticia, los responsables del hotel llamaron a la Guardia Urbana para que echaran de allí al hombre y la perra (seguramente, por causar "mala imagen"). Cuando los agentes llegaron al lugar (en varios coches de policía local, según esos mismos medios) se dirigieron al hombre, bien para que se identificara, bien para conminarle a que se marchara del lugar. Unos minutos después, uno de los agentes sacó su pistola reglamentaria y disparó a la cabeza de la perra, matándola.

Lo que sucedió entre la llegada de los agentes y el momento en que el policía local apuntó y apretó el gatillo es lo que motiva este artículo. Y hay dos versiones contrapuestas. Según el guardia, la perra le mordió en un brazo y él, "para evitar que le siguiera mordiendo en el resto del cuerpo", le disparó a la cabeza (¡!). Sin embargo, al parecer, según vecinos y testigos de lo ocurrido (alguno de los cuales podría haber grabado en video los hechos), mientras los agentes se dirigían al hombre, la perra (que probablemente entendió que su amigo humano se encontraba en una situación de dificultad) se puso nerviosa y comenzó a ladrar a los policías; y que fue en ese momento, sin que la perra hubiera mordido a nadie, cuando el agente le disparó a la cabeza, dejándola tendida, muerta, sobre la acera. Al verlo, el dueño de la perra se abalanzó sobre los agentes, por lo que fue reducido por estos y detenido. No es momento de justificar, ni de dejar de justificar nada, pero ¿alguien que tenga perro, y esté unido a él por una relación de afecto, puede extrañarse de la reacción de ese hombre?

De lo que sí es momento es de exigir que se investigue y conozca la verdad.

En primer lugar, porque si la versión del guardia urbano es cierta (es decir, que pretendía "defenderse" de la perra), habrá que dilucidar si la utilización de esa violencia fue proporcional, o no, a su supuesta causa. Una violencia que parece a todas luces excesiva, dadas las características del animal, y dado también que existen protocolos policiales para este tipo de situaciones, que no pasan por pegarle un tiro al perro. Y es que la legitimación para utilizar la violencia no está en la condición de la víctima mortal (es decir, en si ésta fue un animal o un ser humano), sino en sí esa violencia estaba justificada en sí misma; dando lugar, en caso contrario, a las responsabilidades previstas en la ley por el uso desproporcionado de la fuerza.

Pero también, en segundo lugar y a mayor abundamiento, porque en caso de ser cierto lo relatado por los testigos que alegan que la perra no mordió a nadie, la muerte violenta de aquella podría ser constitutiva de un delito de maltrato animal del artículo 337 del Código Penal, castigado con una pena de hasta un año y seis meses de prisión.

Y esa investigación, dada la gravedad del resultado causado y atendiendo a las versiones tan llamativamente contradictorias que parecen rodear el caso, debería ser llevada a cabo, no ya sólo internamente por el propio ayuntamiento de Barcelona (capital que, por cierto, hace poco se declaró ciudad "Pet Friendly" o "amiga de las mascotas"), sino por un Juzgado de Instrucción, a instancias de la Fiscalía de Medio Ambiente y de las correspondientes acusaciones, en su caso, de forma imparcial y no corporativa.

Porque quizá en otros tiempos más o menos remotos tales hechos pudieran considerarse como algo sin importancia. Pero ya no es así. Y no sólo porque en cualquier país civilizado deba erradicarse el maltrato animal, auténtica vergüenza de nuestra época. Sino porque en un Estado de Derecho debe aplicarse la ley, y el nuestro no es -no debe ser- una excepción, salvo que queramos persistir como un salvaje Far West en el que impere la "ley del gatillo fácil".

Mientras tanto, se aproxima la Navidad. Y cuando algunos de esos días señalados me encuentre sentado a la mesa junto a mis familiares o allegados -y usted, lector, junto a los suyos- no podré dejar de preguntarme (lo seguiré haciendo durante mucho tiempo) si el hombre sin hogar que, para subsistir, vendía pequeñas pulseras de tela en las calles de Barcelona junto a su querida perra, tendrá a alguien más junto a él. O si aquella perra, muerta de un disparo cuando intentaba "proteger" a su amigo, constituía quizá su única familia.