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Marga Vives

POR CUENTA PROPIA

Marga Vives

Lucía

Ioan Coitau irá a prisión por haber agarrado con sus manos un cuchillo y asestado, una tras otra la sarta de puñaladas con la que él la sentenció a muerte

Ioan Ciotau irá a la cárcel por haber acuchillado a su esposa hasta matarla. En esa fatídica mañana de mayo de 2016, ella ya no era más su compañera; él la trataba con verbo de trazo grueso, dicen que se quejaba ella, y Lucía huyó a refugiarse en casa ajena para consumar la separación. Técnicamente todavía eran pareja, aunque sus corazones hubieran ennegrecido ya por la falta de deseo limpio, de respeto, de alegría y de amor. Nunca sabremos, no hay certezas, solo suposiciones, que han quedado en eso por cinco votos a cuatro de un tribunal popular. Ioan no será condenado por haber dejado de quererla como se quiere cuando es de verdad, ni por pensar mal de ella o por despreciarla y hacerle escarnio de puta, porque esa sería otra sentencia. Irá a prisión por haber agarrado con sus manos un cuchillo y asestado, una tras otra, en el frío escenario de su balcón al sol, la sarta de puñaladas con la que él, sin potestad jurídica alguna, la sentenció a ella a muerte ante la vista de todos.

En la antigüedad, las mujeres eran lapidadas con relativa facilidad y total impunidad, cuando el pueblo, en la acepción más masculina del concepto, consideraba que habían cometido adulterio. Algunos países todavía practican ese rito dolorosamente ancestral. La ofensa a la virilidad, como pecado terrenal que conduce a la pena capital. En otras sociedades, que siempre nos consideramos más avanzadas por haber superado el feudalismo y el garrote vil, ya no se lanzan piedras pero sí dardos acerados de desconfianza. Por ejemplo, se sobredimensiona el peso de las denuncias de maltrato que resultan ser falsas o la presencia de casos en los que la víctima es él, para tratar de desmontar leyes que visibilizan milenios de injusticia, para sembrar el reparo. Los resistentes al cambio quieren desteñir a la categoría de gris el barniz morado que al fin empieza a colorear las instituciones, los núcleos de poder, de decisión, de liderazgo. Y por eso se aferran a estas desviaciones estadísticas; para pedir que se diluya en el océano de violencias atroces que se cometen en el mundo la que afecta concretamente a la mujer por el mero hecho de serlo. Las zancadas hacia adelante no son asunto de cobardes.

La logofobia es el miedo injustificado e irracional a las palabras. Es, por ejemplo, hablar de "abuso" cuando ha habido violación, de "cruce de cables" en lugar de maltrato, o de asesinato "con alevosía" para referirnos a un crimen machista. Los logofóbicos más recalcitrantes prefieren escudarse en sus propias perífrasis e imponen el adjetivo "intrafamiliar" para no reconocer la discriminación de género que pesa incluso a la hora de matar y morir. Como si los vocablos fueran navajas de filo reluciente dispuestas a agujerear autoestimas. Como el cuchillo de Ioan, hundiéndose una y otra vez en la espalda y en las vísceras de Lucía, para conjurar su propia dignidad perdida. Cuánta verdad falseada en cada eufemismo.

Nos gustaría que la muerte de Lucía no hubiera sido en balde. Pero todas las muertes provocadas lo son, unas más y otras menos. Y la suya lo ha sido del todo, porque no quería dar su vida por esta causa. No quería ser símbolo, ni acicate ni cifra en lo alto de una procesión de lutos que no acaba nunca. Por eso lo delató. Trató de hacer visible lo invisible, lo que a trompicones, sesgadamente porque ella ya no está, ha ido deduciéndose del juicio. Que tenía miedo, que él la vejaba. De otra forma no se entendería que hubiera buscado refugio en casa de su patrona o que acudiera de madrugada al cuartel de la Guardia Civil. Y él, en su enorme y póstumo sentido de la culpabilidad, ha resarcido económicamente a sus hijos, la ruina como expresión estéril de remordimiento.

Una amiga mía adquirió la práctica de escribir un blog sobre lo que significan las palabras, esas que cogemos al vuelo, que denostamos cuando no alcanzamos a entender qué quieren decir, las que violamos usándolas a destiempo, las que cercenan, duelen y se clavan como puñales, dejándonos sin sentido. A Lucía la mató un hombre que quería que ella fuera la mujer, la esposa, la compañera que él había diseñado en su mente y eso es un asesinato machista. Es un enorme símbolo de aquello en lo que acaba algunas veces la violencia silenciada de muchas otras mujeres, con familia o sin ella. Nos dicen que de la posición de víctima se sale. La cuestión quizás sería preguntarse cómo y cuándo pasa eso, si hay quienes pretenden que ni siquiera nos atrevamos a decir las cosas por su nombre.

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