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Daniel Capó

Despilfarrar la herencia

El ser humano avanza enfrentándose a su propia fragilidad, al igual que la sociedad de la que forma parte. En uno de los ensayos recogidos en El arte de leer, el poeta W. H. Auden reflexiona sobre el hombre que ha dado la espalda a la tradición, que no es sino la experiencia más o menos depurada de la condición humana a lo largo de la historia. Algunos neurocientíficos han aventurado que la naturaleza de nuestra mente está dotada de un carácter litúrgico, necesitado de repeticiones y certezas, es decir, de una trayectoria aquilatada. Sin ese marco, sin la tradición de la cultura humana en su sentido más noble, las sociedades terminan siendo víctimas la frivolidad y los caprichos de las modas. Y no sólo de las modas; también de las pasiones inmediatas y las incertidumbres que definen el futuro. Sin historia -nos vendría a decir Auden-, el mundo deja de ser un lugar reconocible.

La conocida parábola del hijo pródigo ilumina la senda de una sociedad que ha despilfarrado su herencia. Pensemos en la economía, dependiente del endeudamiento masivo de particulares, empresas y Estados. Consumimos el ahorro futuro para cubrir las necesidades inmediatas, cuando ya en muchas ocasiones ni siquiera quedan activos tangibles que vender. Los salarios disminuidos y la falta de trabajo estable evidencian las consecuencias de la debilidad de unas clases medias que apenas logran cubrir sus exigencias mínimas: pagar la hipoteca o el alquiler, la manutención, las letras del coche y el carburante; la luz, los seguros, el colegio de los niños, los impuestos, el móvil? Un país sin ahorro -o, mejor dicho, donde el ahorro y el patrimonio se concentran en pocas manos- está condenado a la inseguridad y al miedo ante cualquier crisis, ante cualquier eventualidad. A pesar del indudable progreso social -fácilmente medible en términos como esperanza de vida, sanidad pública o calidad de las infraestructuras-, basta con una ráfaga de viento para cruzar la frontera endeble del empobrecimiento y perder las garantías mínimas del bienestar. Haber dilapidado la herencia afecta también a los valores, a la estabilidad, a todo aquello que creíamos sólido. Los psicoanalistas hablan de la importancia de un apego seguro hacia los padres para consolidar la personalidad del niño. Ese apego también es una forma de herencia que educa para el mañana y nos permite ser adultos y asumir la responsabilidad propia del hombre consigo mismo y con los demás. Sin embargo, una sociedad que carece de pasado y vive en constante agitación se encuentra desnuda frente a los cambios. En cierto modo, recuerda a la ladera de un monte calcinado que, tras la destrucción de su manto vegetal, sufre las inclemencias del tiempo: la sequía agosteña y las peligrosas riadas del otoño.

El drama de nuestra época -no ajeno a la pérdida de su herencia- se traduce en una nueva geografía social rota y dispersa, profundamente atomizada. Las ciudades de éxito se encarecen a medida que envían a la periferia a sus antiguos inquilinos; el mundo rural vuelve a vaciarse, víctima del olvido y de una demografía envejecida. Un sociólogo francés apuntaba -a raíz de las protestas de los chalecos amarillos- que se ha abierto una división radical no sólo entre el campo y la ciudad, sino también entre los que se benefician del crecimiento económico global y los que sufren sus consecuencias. Umberto Eco habría hablado de apocalípticos y de integrados. Llamémoslo como lo llamemos, ningún horizonte es fiable sin un marco social, económico y de valores más estable y seguro. Tras despilfarrar nuestra herencia, el hermoso futuro que presagiábamos sencillamente se ha ensombrecido.

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